Opinión | Caleidoscopio

Un año difícil

Después de que hayan pasado los cuatro jinetes del Apocalipsis (ya saben: la guerra, el hambre, la peste y la muerte), cabría esperar que el año que viene fuese más tranquilo, pero, vistas las circunstancias, no parece que vaya a ser así. Una guerra enquistada en el Este de Europa (que podría convertirse en mundial en cualquier momento), el avance de la ultraderecha y la amenaza de una nueva pandemia de COVID procedente de China, donde vuelven a contagiarse y a morir a miles, no invitan mucho a la esperanza por más que uno desearía poder decir lo contrario. En España, además, la celebración de elecciones por partida doble: autonómicas y locales en primavera y generales a final de año, con el clima de enfrentamiento y de crispación que estamos viviendo, no auguran precisamente tranquilidad. Habrá que cruzar los dedos y confiar en que la sensatez de la mayoría de los españoles impere.

En días como estos son muchas las personas que hacen balance del año que se termina o vaticinan lo que pasará el que viene y todas tendrán razón por cuanto la visión de cada uno es tan válida y acertada como las del resto. La experiencia personal unida a la subjetividad hacen de esos balances pronósticos del porvenir y memoriales de lo que ya pasó y todos tienen la misma credibilidad, es decir, ninguna y toda a la vez. Basta mirar los de años anteriores en las hemerotecas de los periódicos y en Internet para comprender que el género humano no está capacitado ni para hacer historia sin que pase el tiempo ni para adivinar el futuro.

¿Quién iba a imaginar el 31 de diciembre del 2019 lo que el 2020, año de la peste, nos depararía o el del 2021 la guerra que pondría el mundo patas arriba apenas dos meses después? Por eso es mejor no elucubrar y dejarse llevar por las olas del tiempo a la espera de lo que el mar del futuro nos depare, como a Ulises el Egeo. En cualquier caso, conviene recordar que el futuro es lo único que poseemos junto con la memoria y que tanto uno como otra son nuestro gran patrimonio. El presente no existe y nunca existió, solo es el último segundo del pasado y el primero del futuro, por lo que aferrarse a él es agarrarse a un soplo de aire, a un copo de nieve que se derrite y deja de ser mientras cae.

Mirar hacia el pasado tampoco es una solución para la vida, si acaso sirve de bálsamo para curar las heridas de la existencia, y no todas, así que es el futuro el único tiempo que de verdad poseemos y el que tenemos que aprovechar para intentar llenarlo de vida por más que lo barruntemos cuajado de nubarrones y de tormentas.

Al final, nunca llovió que no escampara, que decían los viejos de mi pueblo, y tampoco el invierno se lo comió el lobo, por lo que después de él llegarán la primavera y el verano y el otoño y en todas esas épocas habrá nubes y soles, momentos de felicidad y de tristeza. De nosotros depende que primen más unos que otros independientemente de que las circunstancias nos condicionen a veces, porque nosotros solos somos los dueños de nuestra voluntad, esa fuerza que la naturaleza nos dio y que tanto puede mover montañas como atollarse en un pequeño charco de agua dependiendo de la decisión del que la maneja.

El viejo proverbio de Heráclito, el filósofo griego, sigue vigente 2.500 años después y recobra valor en estas fechas en el que el futuro va a comenzar de nuevo: el carácter del hombre es destino. Y el de la mujer, claro.

Julio Llamazares es escritor y guionista

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