Opinión | Inventario de perplejidades

Los espías españoles en Irak

Se cumplieron el pasado noviembre veinte años de la muerte de siete espías españoles en territorio de Latifiya, una comarca del Irak invadida por una coalición internacional comandada por el ejército de Estados Unidos con ayuda militar de otros “países satélites”, entre los que se encontraba España. Dos meses antes había sido asesinado a la puerta de su casa en Bagdad otro espía del Cesid, José Antonio Bernal, al parecer de mayor graduación y responsabilidad que los anteriores. A todos ellos les fue otorgada la medalla de oro al Mérito Militar a título póstumo al estimarse que murieron en combate, cuando en realidad no llevaban armas con las que responder al ataque a excepción de una pequeña pistola.

El Gobierno de José María Aznar, muy cuestionado por su sometimiento incondicional a la política exterior de Washington, reaccionó con cautela después de la foto de las Azores, donde se quiso justificar la invasión de Irak como una maniobra preventiva contra la amenazante existencia de armas de destrucción masiva en poder del malvado Sadam Hussein. Había que seguir mintiendo.

En España, el presidente Aznar encargó la tarea de diluir el escándalo al ministro de Defensa, Federico Trillo, que en su primera comparecencia sostuvo la tesis de que los funcionarios del servicio secreto español habían sido confundidos con soldados norteamericanos por la resistencia iraquí. Era prácticamente imposible que, dada la fraternal amistad entre los dos países, les hubieran recibido tan desconsideradamente. Además, ya se había encargado el señor ministro de escoger para los soldados españoles una región pacífica y dedicada tradicionalmente a tareas agrícolas.

La capacidad de Trillo para transformar las malas noticias en buenas es proverbial. Cuando, desde un helicóptero, pudo observar la costa gallega para evaluar los daños causados por el naufragio del Prestige dejó estupefactos a los periodistas al concluir que las playas gallegas estaban “esplendorosas”. Y que no había rastro del apestoso chapapote que nos exhibían en las televisiones, ni motivo para montar esas patrullas de solidaridad que acudían desde todas partes del mundo a limpiar la costa, por supuesto con el objetivo de desprestigiar al Gobierno del PP y al ministro Álvarez Cascos, un hombre impetuoso al que se atribuyó la autoría de la frase famosa de “mandar ese barco al quinto pino”.

Hay un notable parecido entre la forma de actuar de Trillo en el caso del Prestige, en el accidente de aviación del Yak 46, y en el de los espías españoles muertos en Irak. Nadie se cree la versión de que los ocho fueron atacados al confundirlos con soldados norteamericanos. O como conjeturó el diplomático Javier Rupérez al decir que pudo ser un “atentado de oportunidad”, es decir, pasaban por allí y aprovecharon para matarlos.

En este asunto convendría no olvidar que Franco le impuso a Sadam Hussein la medalla de la Orden de Isabel la Católica en agradecimiento por el envío de petróleo a España durante la crisis económica de 1973. Y tampoco que oficiales iraquíes vinieron a formarse en academias militares españolas. Hay gente que opina que el servicio secreto norteamericano recabó información del servicio secreto español porque tenía mejores contactos en la zona. Sabían perfectamente dónde estaban y lo que hacían. Y es responsabilidad de los gobernantes de entonces no haberlos dejado allí. Señalados y a la vista.

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