Opinión

Lo que todos (menos uno) sabían de Isabel Preysler

Aquella noche cenábamos con Isabel Preysler, lo cual significa que tendríamos que esperar. Con el retraso de ordenanza, aparecía la diosa precedida por el cortejo de paparazzi a quienes movilizaba y notificaba, aquí si con puntualidad, la hora de partida y el destino. Por los alrededores circulaba también un marido que no eclipsara a la protagonista absoluta, a la sazón Miguel Boyer.

Tras el tumultuoso desembarco de Preysler en la mansión de la cena, se repetía el fenómeno que habíamos contemplado en otras ocasiones, pero que volvía a asombrarnos. La filipina no era la más guapa ni la más inteligente de la fiesta, pero paralizaba a todos los varones en su presencia. Llega así el momento decisivo en que la socialite, que se indignó porque no supieron adjuntarle una profesión en la cartulina con su nombre de un acto oficial, se encamina hacia nosotros. Glups. ¿Qué se le dice? Ella salva el compromiso con soltura:

–Hola, soy Isabel.

Como si la precisión fuera necesaria, a continuación extiende la mano y la sonrisa. Por fin podemos empezar a cenar, compartiendo mesa con Boyer. Intentamos hablar de economía y de ciencias físicas, los intereses del primer ministro de Hacienda socialista, pero el intelectual se desvía espontánea y prontamente hacia el único asunto relevante. “Fíjate, decían que Isabel y yo no íbamos a durar ni tres meses, y ya llevamos años”. A continuación, una catarata de noticias sobre sus andanzas compartidas, por ejemplo recorriendo la Gran Muralla.

Conviene precisar que a Boyer no lo movía primordialmente el amor compartido, sino la importancia que le contagiaba su pareja. De hecho, se dedicó a coquetear con notable descaro con una bella mujer que nos acompañaba a la mesa, sin que le incomodara la proximidad de su santa esposa. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando, en medio del flirteo, compareció Preysler para acercar su cara peligrosamente a la incipiente rival. Le agarró casi la mandíbula y pronunció con tono delicioso:

–Qué mona es, me gusta.

Hablar de la España de Preysler es más correcto que referirse a la España de los Borbones. En este angélico país, todos los habitantes conocen a la perfección a su Reina. Excepto uno, que les sonará porque se llama Mario Vargas Llosa.

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