Opinión | La espiral de la libreta

La carta de Albert Camus a ‘monsieur’ Germain

Cierro los ojos y la veo recorriendo lentamente los dos pasillos que separaban las ringleras de pupitres, ensimismada, pensando en sus cosas, muy lejos del aula donde completábamos el examen. O sobre la tarima, sentada en la mesa, con el paquete de Ducados encima, tratando de explicar La Celestina a un montón de adolescentes dispersos y hormonales. La profesora de literatura proyectaba sobre los alumnos temor y admiración a partes iguales. Era dura, muy exigente; con ella no cabían idioteces en clase. Aquella mujer enjuta y menuda nos enseñó a leer y a estudiar de verdad, preparándonos para ingresar en la universidad y en el nebuloso mundo de los adultos. Se llamaba Pilar Avilés.

He recordado a Pilar tras la lectura de Amor maestro, un ensayito de Pablo Nacach que reivindica el valor del buen preceptor en estos tiempos acelerados de likes, emoticonos e influencers. La impronta perdurable frente a la espuma de la gaseosa. Todos somos capaces de rescatar de la memoria a una maestra de Primaria, a un profe durante el Bachillerato, al catedrático que ejerció una “influencia visceral” en nuestras vidas. Supongo que el secreto radica en amar con pasión el trabajo docente. Y en el trato que se dispensa al alumno. El buen maestro sabe que dentro de cada estudiante, de cada persona, incluso de la más áspera y distante, se esconde un alma, la esperanza de un relato vital mejor. El buen maestro no se rinde ni pierde la paciencia con los potros lentos.

Triunfo sobre las moscas

Albert Camus nunca olvidó a monsieur Louis Germain, su maestro en Argel, a quien disfraza como “señor Bernard” en el libro autobiográfico El primer hombre. Su método de enseñanza, vivaz y divertido, capaz de triunfar “incluso sobre las moscas”, alimentaba en los niños el ansia de descubrir. No les hablaba de dioses, pero establecía líneas rojas: el robo, la delación, la indelicadeza, la suciedad.

Monsieur Germain logró convencer a la abuela tiránica y a la madre, analfabeta y sorda, de que aquel niño flacucho, huérfano de padre, bendecido por un talento y una sensibilidad especiales, debía postular a una beca para proseguir los estudios de Secundaria, aun cuando la miseria imploraba otro jornal en la casa. Camus se lo agradeció en una hermosísima carta que le envió el 19 de noviembre de 1957, poco después de recibir el Nobel: “Sin usted, la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto”.

Luego, aparece la luz de los libros, la de otras personas y de la misma vida, que es como tocar un solo de violín en público y aprender el instrumento sobre la marcha (Samuel Butler). Pero nunca se olvida al buen maestro. “Bravo, mosquito. Has aprobado”.

Suscríbete para seguir leyendo