Opinión

Rupturas de clase

A mitad de los años noventa, el crítico cultural Christopher Lasch publicó de forma póstuma un influyente ensayo titulado The Revolt of the Elites and the Betrayal of Democracy. Lasch, un socialdemócrata clásico, cifraba esta revuelta en lo que tenía el reaganismo de rechazo hacia las políticas públicas de bienestar y, por tanto, de laissez-faire. Sin embargo, Clinton —o Blair en el Reino Unido, tras los gobiernos tories— no supondrían una gran involución en el avance de lo que entonces se vino en llamar “capitalismo popular”, mayormente porque la caída de la URSS y el despertar de China habían dado inicio a un nuevo episodio de la globalización. El discurso oficial, que se repetía en forma de eslóganes y de editoriales periodísticos, era que los beneficios del comercio internacional superarían con mucho sus desventajas; y es posible que haya sido así, si pensamos en siglos y no en décadas, igual que la revolución industrial cambió el signo de los tiempos desde el siglo XIX hacia adelante. Pero el primer impacto no pareció halagüeño, tal como empezamos a darnos cuenta en 2008, siendo algunas de sus consecuencias más evidentes la concentración de la riqueza, la fractura social y el desplazamiento geográfico.

La rebelión de las elites, que se fraguó en los primeros ochenta, se ha extendido en múltiples direcciones. Podemos enumerar algunos ejemplos: la pérdida de capacidad adquisitiva de los salarios en cómputo global del PIB; la creciente concentración de la propiedad de la vivienda en manos de los fondos de inversión y los Family Offices; la potencia de fuego de las multinacionales, que se han convertido en las grandes beneficiarias del movimiento globalizador; la irrupción de Asia como actor de primer orden, unida a la deslocalización industrial; y, finalmente, el surgimiento de un buen número de innovaciones asociadas a la comunicación y el conocimiento, como es el caso de Internet, los smartphones y, de forma más reciente, los modelos de Inteligencia Artificial. No menos importante es la brecha —que no deja de crecer— entre los resultados académicos de los países exitosos y de los demás o, dentro de un mismo país, entre las diferentes clases sociales según su posibilidad de acceder o no a determinados colegios y universidades. Mientras algunos pedagogos hablan del bienestar emocional, la competencia entre alumnos por ingresar en las mejores universidades no deja de aumentar. Y, ahora, el último foso que se está abriendo es el de la salud.

La salud en un doble sentido: preventivo y curativo. A la vez que la sanidad privada se afianza —tanto en el formato low cost como high cost—, la investigación destinada a frenar el envejecimiento no para de crecer desde que Yuval Harari popularizó el horizonte de la inmortalidad en su best seller Homo Deus. El control de la higiene del sueño, los avances en la nutrición y el deporte como culto al cuerpo van de la mano con la tecnología que facilita la detección precoz de enfermedades y el descubrimiento de tratamientos que permitan revertir los efectos del envejecimiento. Por supuesto que hablamos de un nuevo distintivo de clase, porque sólo unos pocos podrán permitírselo. No parece, sin embargo, que haya vuelta atrás; ni siquiera en las sociedades más avanzadas. Sencillamente, la inestabilidad forma parte del ADN común de la humanidad.

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