Opinión | Caleidoscopio

Escritor y guionista

La nieve

Como cada mes de enero, la nieve ha llegado puntual a su cita desmintiendo los pronósticos apocalípticos de algunos que ya vaticinaban que no volvería a nevar y refrendando, a cambio, ese adagio popular que dice que el invierno nunca lo comió el lobo. Que nieve más o menos y que lo haga a gusto de los que la necesitan para sus negocios ya es otro cantar. Entre los que sostienen que ya no nieva como antes y los que consideran que, nieve mucho o poco, siempre nos parecerá poco porque estamos mediatizados por la publicidad del cambio climático nunca se pondrán de acuerdo.

Y, sin embargo, en lo que la nieve sigue poniendo de acuerdo a toda la gente es en la bobaliconería con la que la recibimos, ya sean unos pocos copos aislados, ya sea una nevada consistente y de verdad, como si la nieve fuera confeti o un efecto virtual de la naturaleza para adornar el cuento de nuestras vidas, sumidas estos días en la oscuridad y el frío que continúan a las fiestas de Navidad. El entusiasmo con el que los reporteros enviados a las sierras por las televisiones nos narran la caída de la nieve y el arrobo con el que la contemplan muchos a través de las pantallas mientras comen en sus casas supera incluso al de los niños que la miran caer desde las ventanas o hacen bolas y muñecos en los patios escolares. Como para los personajes del Amarcord de Fellini, la nieve es para muchos un motivo de felicidad y euforia que remite a los días de su infancia y que poco tiene que ver con la realidad.

Porque, cuando las conexiones de las televisiones con las estaciones de esquí y los parques urbanos nevados se terminan, empieza a verse la verdadera cara de ese elemento meteorológico que, siendo tan necesario para asegurar el caudal de agua de fuentes y manantiales cuando los meses de calor lleguen, dificulta a la vez la vida de quienes, en lugar de disfrutarlo, lo sufren. Las imágenes de ganaderos teniendo que alimentar a su ganado con pienso y forraje seco y trabajar en condiciones de adversidad por el frío y la nieve y las de los soldados que han de resistirlos en los frentes de Ucrania en medio de los bombardeos no invitan precisamente a considerarlos confeti de un cuento de Navidad, como a quienes los sufrimos en nuestras carnes de niños de la posguerra española por vivir en zonas de montaña no nos traen buenos recuerdos, por más que reconozcamos su valor estético. La poesía de la nieve y su simbolismo nos acompañan como a otros los del mar o los de los paisajes secos, pero detrás de ellos sabemos que hay también gran sufrimiento, un sufrimiento que ocultan las caras de felicidad de quienes solo la pisan para esquiar o para contemplarla desde sus chalets de invierno, mientras exigen a las autoridades que les retiren la que les molesta. Un sufrimiento que hoy nos recuerdan todas esas personas a las que vemos vagar o calentarse junto a hogueras en las ciudades derruidas y sin luz de una Ucrania arrasada por un ejército invasor cuyos soldados, muchos de ellos reclutados a la fuerza, sufren también las consecuencias de la guerra y de la climatología. La nieve es la página en blanco en la que escribimos nuestros recuerdos y proyectamos nuestros deseos de felicidad y suerte, pero también el espejo en el que se refleja la crueldad humana, esa crueldad que nos acompaña desde nuestros orígenes y que, lejos de desaparecer, aumenta con nuestra capacidad tecnológica de destrucción.

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