Opinión | Divaneos

El éxito y el fracaso de la IA

Hace ahora treinta años y veintiún días —ya sé, es una efeméride un tanto rara— se producía un hecho que, sin ser del todo conscientes, a la larga iba a cambiar nuestras vidas para siempre. Allá por el 3 de diciembre de 1992 se enviaba el primer mensaje de texto de la historia. Era un escueto Merry Christmas (una felicitación navideña un tanto temprana) entre dos empleados de una gran compañía de telecomunicaciones. Aquello suponía darle un nuevo uso a los arcaicos y por aquella época —afortunadamente— escasos teléfonos móviles, fueron como dijo Richard Jarvis, el empleado de la tecnológica que recibió el mensaje, las quince letras que cambiaron el mundo. Se abría la veda, aunque en realidad la explosión definitiva de esa tecnología tardaría aún en llegar. Y los humanos, animales sociales constantemente pendientes del ruido que hace la colmena —como diría Santiago Ramón y Cajal— quedarían atados de manos al dichoso celular. Hiperconectados. Con las nuevas generaciones creciendo acunadas mientras sus padres no le quitan ojo a una pantallita por la que ellos mismos quedarán hipnotizados cuando puedan usar con cierta destreza sus pulgares prensiles.

Ahora, treinta años y veintiún días después de la ilustre efeméride, resulta que ya nos hemos cansado de hablar entre nosotros y la nueva revolución tecnológica —aunque no lo es tanto— es un chat de nombre GPT que presume de tener una inteligencia artificial que amenaza con superar a la humana. Al menos, por el momento es capaz de mantener conversaciones con cierta fluidez aislando los sesgos que truncaron a los ya añejos intentos de desarrollar inteligencias artificiales similares. El juguetito, del que está detrás el empresario y multimillonario (no siempre esos dos términos son sinónimos) Elon Musk, tiene miles de usuarios y está provocando que muchas tecnológicas reorienten sus desorbitados beneficios hacia el desarrollo de inteligencias artificiales. Es la moda.

¿Por qué el chat GPT es el de la vencida? La respuesta es sencilla, porque ha conseguido hacer que algunos humanos trabajen menos. Descargarlos de responsabilidades. Y si han estado atentos ya les he dicho en más de una ocasión que nuestro cerebro es bastante perezoso y que lo que busca es trabajar lo menos posible. Esta inteligencia artificial se ha demostrado útil para hacer trabajos que requieran muchas búsquedas en “Google”; para preparar discurso; desarrollar códigos informáticos; resolver problemas matemáticos; escribir libros o relatos, o hasta para hacer poesía. Pareciendo casi humano. En el casi está su propia trampa mortal, porque su fiabilidad aún no es del cien por cien. Comete errores. Si no sabe la respuesta a alguna pregunta se la inventa. Como si fuera humano.

Pero poquito más. Los humanos, aunque algunos no lo crean, somos únicos e irrepetibles. Los asistentes de voz, por ejemplo, son un bonito objeto de colección y están bien para un ratito, pero la voz cavernícola y las respuestas inconsistentes que ofrecen acaban por cansar. Ese es un fenómeno muy estudiado en psicología. Es extremadamente complicado que una de estas inteligencias artificiales pueda si quiera acercarse al lenguaje natural de los humanos. Están todas muy lejos de ese punto, aunque algunas van dando pasos en ese sentido, pero siempre hay algún punto en el que se atascan. El lenguaje humano, con sus defectos, sus lapsus y su naturalidad es difícilmente copiable. En cambio, en lo que sí que avanzan estas nuevas tecnologías es en los textos escritos. La versión dos del chat GPT analizó un pequeño texto del psicólogo Steven Pinker (muy reconocido por sus teorías lingüísticas) y, con ese mínimo punto de apoyo, fue capaz de imitar sus expresiones y crear un relato que ni los más expertos pudieron distinguir. Pero, aun así, la máquina necesitó del humano para saber de qué hablar. Alguien le dio el tema y la orientación. Es decir, alguien hizo de cerebro y la máquina hizo de ejecutor.

De lo que carecen las máquinas ejecutoras, como dice Remedios Zafra, investigadora de filosofía del CSIC, es de un pensamiento crítico. Dice la cordobesa que el hecho de que la IA vaya ganando algunas partidas debería ayudarnos a reforzar nuestras costuras comunitarias. Tomar el desvío de la vida, de la solidaridad, la empatía... Vamos, explotar todas aquellas habilidades que nos hacen diferentes. Las que nos hacen humanos.

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