Opinión | Las cuentas de la vida

El cambio demográfico

Sostiene Ross Douthat en su última columna del New York Times que hoy se imponen básicamente dos corrientes ideológicas en el mundo: la que defiende que lo prioritario para nuestra civilización es el cambio climático y la que, sin negar lo primero, afirma que el mayor peligro para la humanidad reside en la crisis demográfica que viene aquejando al primer mundo desde hace algo más de medio siglo. Me parece un debate interesante y sin resolver. Para algunos, el declive demográfico constituye una magnífica noticia puesto que reduce la presión humana sobre el planeta. Tienen sus razones para ello, que podemos resumir en una perspectiva favorable al decrecimiento. La argumentación es, grosso modo, la siguiente: a menos población, menos consumo y, por tanto, menos necesidades. La posición contraria nos dice que sin crecimiento no hay ciencia —la cual, a su vez, favorece también el crecimiento— y que serán los avances científicos lo que permitirá frenar el cambio climático. Ambas posturas cuentan con sus puntos fuertes y débiles.

Douthat se sitúa entre quienes consideran el crac demográfico como el signo más ominoso de nuestro tiempo. Piensa en clave económica y social, pero también en los indicios acerca de la mentalidad de una época. Familias más pequeñas no sólo nos hablan de las dificultades reales del presente —que las hay y muchas—, sino que también reflejan una menor confianza en el futuro. Lo que palidece en definitiva es la cultura de la vida. Porque quienes mueven el mundo son la juventud y la esperanza; no el pesimismo ni el miedo.

El prestigioso ensayista norteamericano señala algunos objetivos para estos próximos años. El primero es que resultaría necesario transferir riqueza de las personas mayores a los más jóvenes. Se trata de un hecho fácilmente reconocible en nuestro país, donde las pensiones ya son más altas que los salarios medios, incluso en términos de crecimiento patrimonial. A la brecha de clase, analizada por el marxismo clásico, se une ahora un foso generacional que ningún gobernante parece querer revertir, como demuestra la costosa —¿y sostenible en el tiempo?— decisión del gobierno de Pedro Sánchez de subir las pensiones de acuerdo con la inflación. La segunda tendencia sería que las sociedades más capaces de adaptarse rápidamente y de integrar en su sistema productivo los avances tecnológicos —el uso masivo de la Inteligencia Artificial, por poner un ejemplo— saldrán reforzadas frente a las más morosas en su adopción. Otro principio que señala Douthat es el impacto que puede tener en una población tan envejecida como la occidental cualquier mejora en las tasas de natalidad. Naciones como Francia o Estados Unidos, con más hijos por familia, y en consecuencia con una edad media más joven, arrancan con ventaja frente a los países hiperenvejecidos como España, Italia o Japón. Finalmente, Europa se volverá cada vez más dependiente de los movimientos migratorios africanos —sobre todo con la explosión demográfica que vive el continente—, pero también hispanoamericanos y, ya en menor medida, de la Europa del este.

En las próximas décadas, seguramente la pugna por la juventud y por la atracción del talento se hará tan urgente como el acceso al agua, las tierras fértiles o las materias primas. Ejecutar desde el gobierno medidas favorables a la natalidad y a las familias redundaría en una mejora del perfil demográfico y abriría horizontes económicos y sociales más favorables para España.

Suscríbete para seguir leyendo