Opinión | Divaneos

Problemas bajo la alfombra

Once personas al día murieron el año pasado por suicidio en España. La cifra da escalofríos. Detrás del frío número hay historias de fracasos vitales que dejarían los huesos helados; pero la tasa también es reveladora de un fracaso colectivo. Como sociedad. Con cada una de esas muertes el contrato social, tal y como lo entendía Epicúreo, se resquebraja. La sociedad se individualiza y el individuo cada vez está más solo en un mundo cada vez más poblado. Paradójico.

El número, arropadito por más cifras, figura en un estudio elaborado por investigadores de la Universidad Complutense de Madrid, del Centro de Investigación Biomédica en Red de Salud Mental y del Hospital de Barcelona sobre la mortalidad por suicidio en España durante este milenio que se presentó esta semana. Su conclusión es que de 2018 para acá las cifras se han disparado. Lo achacan a la pandemia, al menos esos últimos coletazos para arriba, los de los últimos años. Pero, avispados como son, seguro que ya lo han pillado, no todas las culpas se le pueden cargar al coronavirus. Porque ¿quién pensaba en 2018 que una pandemia lo iba a paralizar todo durante muchos meses? Además, ya es bien sabido que el suicidio es multicausal. No hay una única razón que empuje a una persona a quitarse la vida. Pero la de la precariedad laboral y la crisis sanitaria es una combinación explosiva.

Al mismo tiempo que los investigadores presentaban los resultados de su detallado estudio en la arena política volvía a rebrotar el debate sobre la necesidad de dotar a los sistemas públicos de sanidad de más psicólogos. En España solo hay 5,14 psicólogos trabajando en el sector público por cada cien mil habitantes. Una tasa bajísima. Un debate estéril y que se finalizaría de forma muy sencilla: ampliando las plantillas. Pero no. Esto no es como la navaja de Ockham, aquí la solución más fácil no es la más plausible. Vale más seguir mareando la perdiz y haciendo de los exámenes del PIR un muro infranqueable.

No es posible ampliar las plantillas de psicólogos públicos por una manifiesta falta de voluntad y de sensibilidad. Ir al psicólogo ha estado criminalizado durante décadas en España, quizá porque el cuñadismo no veía mucho más allá de un diván y psicoanálisis. Como si la ciencia de estudiar la mente humana hubiera quedado atrapada en Sigmund Freud, quien plantó muchas semillitas para que la psicología floreciese, pero que estaba radicalmente equivocado en la mayoría de sus planteamientos prácticos.

Aunque Freud no era un biologicista, fue esa la rama que acabó derribando ciertas barreras de la resistencia antinatura hacia la psicología que había décadas atrás. Los locos, poco a poco, dejaban de ser locos. Y de esa batallita, evidentemente, la medicina se llevó el gato al agua. Los médicos, y por extensión los psiquiatras, comenzaron a tomar posiciones en el servicio público de salud, por méritos propios, y extendieron las recetas como solución a una inmensa mayoría de problemas psicológicos.

Por condicionamiento, como si fueran el perro de Pavlov, las masas aprendieron que ciertos medicamentos ayudaban a limar el sufrimiento mental, pero raras veces acaban con él. La psicofarmacología (asignatura durísima en la carrera, por cierto) es eficaz con enfermedades graves, pero con otras funciona por ensayo y error. Dando palos de ciego.

Las pastillas se han convertido en la solución fácil ahora que el sistema ha tendido hacia la saturación. Son la salida menos complicada para que alguien que padece un problema psicológico lo esconda durante un tiempo, sin hacer demasiado ruido. Eso y porque las citas de psicólogos en la sanidad pública, debido a su escasez y a los enormes problemas de una sociedad cada vez más sola, son complicadísimas de conseguir.

La mejor receta para evitar que las pequeñas dolencias vayan enquistándose son las terapias psicológicas porque el tratamiento es mucho más integral. Ayudan a los demás a reconstruir sus vidas, a tener una visión diferente de sus vidas, a calmarse en un mundo en el que lo que predomina es el ruido, las soluciones fáciles, los remedios inmediatos, la soledad, la frustración… La lista podría ser descomunal. Los psicólogos son capaces de evitar suicidios, porque tienen las herramientas terapéuticas para actuar, las pastillas solo meten el problema debajo de la alfombra.

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