Opinión

Magistrado y profesor titular de Derecho Penal

Si yo fuera un Código Penal

Tampoco es cosa de parecerse a esos incunables ensoberbecidos que nos miran a los demás por encima del hombro desde los estantes más altos de la biblioteca, muy nobles ellos, sí, pero algo rancios e intocables (algunos hasta enjaulados están). No, no es eso. Pero si yo fuera un Código penal, quisiera al menos que no estuvieran todo el día magreándome y sobándome. Por eso siento cierta conmiseración por mi compañero de estante. Él ya tiene sus años, pues pronto cumplirá los 28 y está en edad de pedir que le dejen en paz y no se empeñen una y otra vez en adaptarlo a exigencias que Europa no exige, o en modernizarlo —cuando no está nada anticuado— para ser los más adelantados del mundo mundial y provocar la envidia de otros países y no sé cuántas cosas más.

Últimamente lo veo algo fatigado —y también molesto—, pues lo menean de un lado para otro como alma que lleva el diablo. Además ha ganado páginas y perdido fuelle. Incluso lo veo algo fondón. Los compañeros del estante de arriba aún recuerdan cuando llegó a esta biblioteca de provincias allá por el año 1995. Me confesaron que incluso les cayó un poco mal porque lo veían bastante jactancioso pavoneándose de ser algo así como “el Código penal de la democracia”. Pues ya tardó, porque la democracia, si no recuerdo mal, aterrizó en nuestro país a finales de los 70. Reconocieron sin embargo que tenía muy buena planta, estilizado, bien escrito, moderno, con una dosimetría equilibrada, de fácil lectura. Hasta era bonito. Cierto que se lo tenía algo creído, pues llegaba a decir algunas cosas que, contempladas desde la perspectiva actual, suenan un poco a chufla. Y es que no puede haber mayor candidez. Hasta daba un poco de lástima. Por ejemplo, decía que el sistema de penas que instauraba trataba de alcanzar los objetivos de resocialización que la Constitución le asigna. O que se había procurado diseñar con especial mesura el recurso al instrumento punitivo allí donde está en juego el ejercicio de los derechos fundamentales. También que se había procurado avanzar en el camino de la igualdad real y efectiva, eliminando situaciones discriminatorias. No recuerdo más cosas ahora mismo, pero sí una muy bonita que ponía en el preámbulo: “No se pretende haber realizado una obra perfecta, sino, simplemente, una obra útil”.

He de admitir que hasta me emocioné la noche aquella en la que leí en alto esas frases —aprovechando que no había gente en la biblioteca— y no comprendí entonces el recochineo que se traían los incunables del séptimo estante al escucharme, mofándose de tan bonitas palabras. Ahora que peino canas, aunque no tantas como ellos, ya voy entendiendo.

El tema de la resocialización da para un rato de conversación, pero más allá de los buenos propósitos iniciales y del establecimiento de nuevos y sensatos modelos penológicos (alguno eliminado sin compasión por otros fieros reformadores que habrían de venir), el recurso constante y creciente a las penas privativas de libertad, cada vez más y más duraderas hasta llegar al paroxismo con la prisión permanente revisable, no parece que vaya mucho en la línea de la resocialización que se pretendía, sino más bien de la inocuización.

Lo de la “mesura en el recurso al instrumento punitivo” creo que se puede apreciar bastante bien si observamos los michelines que le han salido a mi compañero. Un libro de viajes, buen amigo, me contó la anécdota de aquel estudiante de Derecho que un día lo cogió entre sus manos y decidió que quería ser penalista porque si lo comparaba con el Código Civil y no digamos con el Código de Comercio y otras leyes mercantiles, le saldría más a cuenta estudiarlo (de ser administrativista ya ni se lo planteó al ver aquellos tomos amenazantes que doblaban las baldas). El Código penal engorda y engorda sin que nadie ponga a dieta a quien está ya en valores de obesidad mórbida.

Respecto al avance en el camino de la igualdad real y efectiva, eliminando situaciones discriminatorias, no sé yo si determinadas reformas ad hoc, escritas casi con nombres y apellidos en el BOE, permiten tener por cierta aquella justa pretensión.

He oído decir a unos chavales en la sala de lectura —por sus ojeras apuesto a que eran opositores a judicaturas— que quieren volver a meterle mano a mi compañero de estante, por lo visto para retocar una reforma del trimestre pasado que no les quedó fina. Él también lo ha oído y le ha entrado algo de depresión. Incluso he visto cómo trataba de ocultarse detrás del Compendio de Derecho Penal de Enrique Orts Berenguer, quien fue no solo un magnífico catedrático de Derecho Penal en las Universidades de Valencia, Santiago de Compostela y A Coruña, sino un ser humano excepcional, culto, amable, irónico y bondadoso, siempre preocupado por la defensa de los Derechos Humanos y de los más débiles. Hace poco que nos dejó huérfanos a sus hijos (yo entre ellos), a sus discípulos, a sus amigos y familiares. Allá donde esté, aunque no era él mucho de creer en un más allá, seguirá preocupado por la deriva de los acontecimientos en la legislación penal, las reformas simbólicas, el populismo punitivo, las leyes represivas, la mala técnica legislativa, el pésimo empleo del lenguaje, la falta de estilo, los groseros errores en el articulado, las faltas de concordancia, la continua destrucción de la sistemática interna, el Derecho penal ideológico… En fin, por tantos y tantos despropósitos.

Por cierto, aún no me he presentado y ya me tengo que marchar. Soy un libro de cuentos (mucho más divertido e interesante que mi colega el Código penal) y, como dije, mi padre es Enrique Orts. Me llamo Catalina y el caballero misántropo, pero los que me habéis leído ya sabéis que soy mucho más que un simple cuento.

In memoriam, a mi maestro el Prof. Dr. Enrique Orts Berenguer