Opinión

Bienvenida a la vida, Marie Kondo

Mis tres peores pesadillas: en la primera soy un gitano en el campo de exterminio alemán y me despierto justo cuando se abre la espita del gas. En la segunda me persiguen los infectados de 28 días después y solo puedo esconderme en el primer capítulo de Lost con toda la serie por delante, que no sé qué es peor. En la tercera, la más nauseabunda, estoy casado con Marie Kondo. Ella me vigila cuando entro desamañadamente en casa y cuelgo torcido el abrigo en el perchero, y chilla en japonés si mis zapatos no están alineados como bloques desarrollistas, y tira con escuadra y cartabón a comprobar la simetría de los cubiertos en su compartimiento del cajón. Al final del sueño, Marie echa un vistazo a mi biblioteca, cruza los brazos sin arrugar las mangas del suéter fino de Uniqlo y me sonríe con un brillo Fahrenheit en la mirada.

Odiamos a ciertos personajes públicos que no nos han hecho nada, ni nos conocen, ni saben de nuestro resquemor, ni lo merecen. Alimentamos contra ellos nuestro frívolo resentimiento y ponemos una mueca de hastío si aparecen en la televisión: puaj. Sin embargo, seguimos mirando. El odio primitivo envicia como las pipas, porque es una representación soportable de nuestras flaquezas. Yo odio a Marie Kondo por lo que me señala dentro cuando habla, y como eso está en una zona de sombra inconsciente, reacciono como un niño cuando le acusas de algo que te quiere ocultar.

Primero creí que me había dedicado siempre a combatir su filosofía con mi descuido, sin consciencia. Desparejaba los calcetines en el tendedero, mezclaba los colores sin ton ni son, apilaba los vasos del escurridor en equilibrios calatrávicos y atesoraba libros desmochados de puesto de barata para construir con ellos un circo de ácaros barroco con forma de torreón.

Por eso, cuando la oí hablar de su apisonadora organizativa, mi descuido natural se convirtió en una causa ficticia desbordante de fiereza. Mi desorden dejó de ser inconsciente y se volvió vengativo: yo representaba la vida, con su caos imprevisible, con su sorpresa, y Marie Kondo la muerte. Pero no se me figuraba al oírla hablar una muerte tenebrosa, elegante y tumefacta; no venía esa muerte torva y engalanada, romántica con ropajes tétricos y guadaña, sino que era recta, made in Japan, vacía y plana. La muerte que simbolizaba Marie Kondo para mí, y a la que yo combatía con herramientas de piedra, era la de la superficie de Plutón, donde todo está en su sitio. Más que muerte, entonces, era la negación misma de la vida. Un insecticida sistemático. De ahí esos arrebatos de puaj que me venían con sus consejos para ordenar armarios.

Este tipo de cosas las anotaba yo en cuadernos y borradores de correo electrónico con idea de escribir un día un furibundo artículo contra esa desconocida, algo lleno de insultos gratuitos y chistosos, alimento para odiadores de internet. Y por eso me reprimía, en parte: porque es de muy mal gusto odiar sin disimulo y atacar a gente como si te hubieran metido a ti el dedo en el ojo. Pero, como siempre que uno se reprime, había otra causa. Escribir contra ella me podría desvelar un secreto peligroso: en defensa insensata de qué parte de mí estaba prostituyendo a las palabras.

De pura casualidad, ha quedado resuelto esta semana el asunto. Mi enemiga, Marie Kondo, ha reaparecido en la prensa para desactivar el odio que me corroía por completo. Lo ha hecho sin proponérselo, sin saber nada de mí, de la misma forma que lo activó en su remota huevera nipona. Ha dicho Marie Kondo que ya no es tan ordenada porque ahora tiene tres hijos, que la vida ha desmantelado su imperio de rigideces. Dice que ha descubierto que la vida se rige por normas caóticas e imprevisibles, y que quiere disfrutar de sus hijos, así que se acabó el modo Terminator. ¿Pues no va la tía y enmienda toda su filosofía mirando la vida de frente y a los ojos?

Luego he pensado que los hijos matan la compulsión, también en mi caso, y así, con ese movimiento, Marie Kondo ha bajado finalmente mi velo: no la odiaba yo, sino mi parte compulsiva, que tiende al desorden, porque ella mostraba su compulsión maníaca de ordenar como una virtud. Lo que se aprende de uno mismo examinando el típico odio frívolo de internauta…

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