Opinión | EDITORIAL

Un impulso a la eólica con diálogo y transparencia

Si repasamos la hemeroteca de 2022, nunca —quizá desde la crisis del petróleo de los años 70 del pasado siglo— la energía, su producción, consumo y coste habían ocupado tanto espacio en los medios, tantos titulares y tantas portadas. La invasión rusa de Ucrania puso en un primerísimo primer plano la fragilidad energética de Europa, dada la dependencia, en algunos casos extrema como en Alemania, del gas que se bombeaba desde Moscú. De repente, se dispararon las alarmas y el debate sobre qué hacer, cómo, cuándo y con qué coste se convirtió en el epicentro de las preocupaciones de nuestros gobernantes europeos.

Más allá de diferencias puntuales, hubo una conclusión compartida: Europa debía independizarse de los combustibles fósiles rusos cuanto antes. La fecha de 2030 era demasiado lejana. Las fuentes renovables y el hidrógeno verde adquirieron en este contexto un extraordinario protagonismo, pero no solo porque supondrán liberarse de las cadenas energéticas de Putin, sino para acelerar la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero.

Durante dos décadas Galicia fue el gran referente nacional de la energía eólica. Desde que se puso en marcha el primer parque con doce aerogeneradores en Estaca de Bares (1987) hasta el año 2007 aproximadamente nuestra comunidad lideró el sector de las energías verdes. Sin embargo, por razones de incompetencia política y estulticia legislativa que ahora no es momento de detallar —pero que los actores implicados conocen perfectamente— se produjo un parón que relegó a la comunidad por detrás de Castilla y León, Aragón y Castilla La Mancha. Incomprensiblemente, Galicia había perdido su ventaja competitiva, pese a ser el territorio en el que el recurso del viento se aprovechaba mejor: casi 4.000 horas al año.

Esa lamentable parálisis empezó a corregirse parcialmente a partir de 2017 (hoy Galicia tiene 3.879 megavatios operativos), pero ha sido el pasado enero cuando ha recibido un empujón. Tras la amenaza del Gobierno de limpiar —es decir, hacer decaer— aquellos parques con permiso de acceso a la red pero que carecían autorización medioambiental, la Xunta, en un esprint inédito, validó el 25 de enero la declaración de impacto ambiental de 77 parques de menos de 50 megavatios. Por su parte, el Ejecutivo lo hizo con otros siete de mayor potencia. En total casi 3.000 megavatios, casi 600 aerogeneradores y una inversión de 2.400 millones de euros. Es decir, Galicia casi duplicaría en tiempo récord su producción eólica, sin olvidarnos de que hay otros 6.000 megavatios en la sala de espera.

Sin embargo, la autorización no es el final del proceso, sino el principio de una farragosa carrera con plazos extremadamente cortos. Porque ahora los promotores necesitan permisos administrativos y de construcción, además de negociar los terrenos, contratar las obras, hacerse con la maquinaria y comprar los aerogeneradores para que el parque esté operativo... en 2025. El calendario da vértigo y es probable que no pocas instalaciones se queden por el camino.

Al mismo tiempo que hay consenso casi unánime sobre la imperiosa necesidad de ser autónomos desde el punto de vista energético y de combatir el cambio climático, surgen voces críticas —algunas ya articuladas en torno a movimientos vecinales o comunales— contrarias a la instalación de parques eólicos en su territorio amparándose en un perjuicio paisajístico y ambiental. Estas plataformas han encontrado su eco en el Bloque Nacionalista Galego, con proclamas como “boom eólico depredador”, “espolio eólico”, “estafa colectiva” o “vender Galicia a precio de saldo a las eléctricas”.

Aunque el horizonte electoral —los comicios municipales son el 28 de mayo— puede ayudar a entender parte del ruido mediático, la ofensiva de unos y los miedos de otros, lo cierto es que no se pueden demonizar por igual todas las críticas ni desechar las reivindicaciones ciudadanas. Compete, en primer lugar, a los promotores de los parques hacer un esfuerzo mayúsculo de diálogo con los propietarios del monte y con los vecinos para explicar con claridad cuál es el impacto de la instalación y cuáles serían los beneficios o las posibles compensaciones. Si la pedagogía es siempre recomendable, en este caso es obligatoria. Escabullirse, despreciar a los vecinos y esperar a que escampe solo alimentarán más un conflicto que de momento no es de alto voltaje, pero que podría ir a más.

Y junto al diálogo es imprescindible la transparencia de los promotores, pero también de las administraciones que deben velar por la limpieza y la pulcritud del proceso. En concreto, la Xunta tiene la obligación de disipar toda sombra de sospecha para evitar que se reproduzcan situaciones de una irregularidad rayana en la ilegalidad que hemos vivido en un pasado no tan remoto. Los promotores deben explicarse y cumplir, pero el Gobierno gallego no puede ser un mero testigo. Debe implicarse, vigilar el respeto de los condicionantes y, llegado el caso, actuar. O sea, ejercer sus competencias.

La judicialización de este proceso es más que un riesgo. Asociaciones y colectivos han amenazado con demandas para frenar parques. Algunas sentencias paralizando instalaciones son un buen combustible para alimentar las denuncias. Pero una cosa es llevar a los tribunales una determinada infraestructura y otra es condenar a todo un sector. Porque, salvo que alguien ofrezca una alternativa todavía no escuchada —más allá de la obviedad de racionalizar el consumo—, la única o la mejor opción a seguir contaminando y envenenando el planeta o pagarle la guerra a Putin —a este y a los próximos pútines que vengan— es apostar sin complejos por las energías renovables, por las fuentes limpias. Entre otras razones, porque es impensable reindustrializar Galicia, como defendemos todos, sin el viento de las renovables.