Opinión

Marie Kondo, Allen y mi abuela

Marie Kondo me recuerda a mi abuela. Y creo que esta primera frase merece una explicación.

Mi abuela de la aldea siempre fue una persona de fe. Limpiaba la ermita cuando tocaba y a veces incluso rezaba a los pies de mi cama cuando a mí me entraba una crisis asmática. Quizá por eso, y aunque yo dejé de creer en lo mismo que ella más o menos cuando se me fue el asma, siempre pensé que en el futuro podría, eventualmente, recuperar sus creencias si me iban mal dadas. Para alguien tan temeroso como quien escribe esto no venía mal ese comodín en la manga.

Su relación con el Altísimo no fue mal, ya que vivió hasta más allá de los 100 años. Sin embargo, solo unas semanas antes del final, cuando ya anticipaba el desenlace, no lo veía tan claro. Yo la consolaba diciéndole que si alguien se había ganado una eternidad feliz y a todo tren (con pulserita de resort tropical para Campurrianas, cereales Eko y caldo gallego gratis) era ella. Que, en definitiva, la cosa acababa aquí abajo pero empezaba allí arriba. “Non me creo nada”, me dijo.

El hecho de que abandonara su fe cuando más la necesitaba siempre me inquietó mucho. Y eso parece que ha hecho también Marie Kondo, la divulgadora japonesa. Allá por 2015 se forró vendiendo millones de copias de su ensayo La magia del orden, donde nos venía a decir cómo doblar los calcetines, cómo tirar a la basura todas esas camisetas a las que tenemos cariño pero que ya no nos caben (las de grupos favoritos, por ejemplo) o cómo prescindir de cualquier cosa que no fuera estrictamente necesaria. Un montón de gente le hizo caso y se deshizo de la orla de EGB, las cartas de aquella exnovia y aquellas Converse All Star blancas (en realidad grises). Es decir, se libró de parte de su biografía.

A buenas horas

A Marie Kondo le queda mucho de vida, pero ha cambiado ante un momento vital también decisivo. Con 38 años y tres hijos en casa, ha declarado al Washington Post que en realidad exageraba. Que ni siquiera ella tiene ordenado ahora su hogar. “Me doy por vencida”, ha dicho. ¡A buenas horas, Marie, que un amigo mío malvendió todos sus discos!

Además de a mi abuela, todo esto me recuerda a un personaje de Woody Allen, que, en Delitos y faltas, graba un documental sobre Louis Levy, un filósofo que defiende a un ser humano vitalista ante un universo indiferente: “Yo no podría seguir viviendo si no creyera de todo corazón en una estructura moral con significado real”. Bien, en la película el filósofo en el que Allen deposita sus ganas de vivir se suicida dejando una nota donde ha escrito “Me fui por la ventana”. Lo de Marie Kondo es parecido, si no fuera porque parece menos sincero. Kondo está promocionando su nuevo método, en el que intenta adecuar el orden al estilo de vida que llevas. Ella lo llama método Kurashi. El resto lo llamamos “ir tirando” o “hago lo que puedo”. Pero el daño ya está hecho. No hay nada que más me irrite que esta idea de que todos en realidad podríamos vivir solo con un par de calcetines y un teléfono móvil, sin ningún objeto al que nos ligue una relación no utilitaria, sino emocional. Los no ricos somos los que enseñan sus pisos y cajones. Somos los perros que guardamos el hueso bajo tierra para luego. Ese minimalismo de Ikea, Apple y pufs (y esto lo explicó muy bien Ian Svenonius) es una trampa para robotizarnos.

Así que ahora miro a Marie Kondo como observo a esos solteros que hacen muecas cuando les pones dibujos a los niños y que luego reaparecen como padres noveles apuradísimos. Pienso en ella con superioridad moral: quién me lo iba a decir a mí, que una vez robaron en mi casa, desbarataron todo el piso, y cuando vi el suelo lleno de libros, discos y objetos me eché la culpa a mí mismo: “Tengo que recoger más”, pensé, en lugar de caer en que habían entrado los ladrones. Y además, me acaba de dar la excusa perfecta para no tirar esos apuntes de segundo de carrera, ese flyer de discoteca que ya ha cerrado, así como para no recoger todos esos juguetes que, cuando acabe de escribir esto, debería recoger en el comedor.

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