Opinión | inventario de perplejidades

La cercanía del poder hace amigos

En Sevilla, donde todo es posible, se reunió la élite del Partido Popular para “arropar” a su candidato a presidente del Gobierno, señor Núñez Feijóo. El empleo del verbo “arropar” nos traslada la tierna imagen del mamoncete que ha destapado la ropa de la cuna después de pedalear vigorosamente para librarse de ella, uno de los entretenimientos que más les gusta a los lactantes, en la medida que les permite darse cuenta de la fuerza creciente de su poder tiránico. Los primeros en asomar la jeta sobre la cuna para advertir cariñosamente al bebé de que esas cosas no se hacen fueron los expresidentes José María Aznar y Mariano Rajoy. Deben de irle muy bien en las encuestas al partido que fundó Manuel Fraga para que tres sujetos políticos que, al decir de los bien informados, se aborrecen recíprocamente, hagan de tripas corazón y se presten a dejarse fotografiar dándose efusivos abrazos, cariñosos pellizcos de monja, palmeos en la nuca y sonrisas recién sacadas del congelador. Es cosa sabida que los insultos, y las palabras gruesas, resbalan sobre la piel de los elefantes, los rinocerontes y los políticos. En su versión natural imponen más que los famoso Leopard, esos tanques de fabricación alemana para el presidente ucranio Wladimir Zelinsky, ese hombre vestido con un pijama de manga corta y color verde que nos ha prometido el oro y el moro si los blindados germanos dan el rendimiento esperado en la delicada tarea de matar personas y destruir ciudades. Un negocio (destrozar para luego rehabilitar) en el que hay entrar con mucha cautela después que hemos sabido de recientes casos de corrupción en Ucrania después de que el propio Zelenski los haya denunciado. Pero volvamos al terremoto y a las terribles secuelas que deja tras de sí. Las imágenes miles de personas luchando con pocos medios son descorazonadoras y nos imponen una reflexión sobre el sinsentido de mantener una guerra no demasiado lejos del escenario apocalíptico del terremoto. Hace no demasiado tiempo, la opinión publica internacional se conmovió con la imagen de un niño pequeño flotando boca abajo en la orilla del mar. Iba bien vestido y, como expresaron algunas buenas almas, podía ser uno de “nuestros niños”. La asociación de ideas funcionó de forma automática y todos entendimos que lo que realmente asustaba era ir a recoger a ese niño a la guardería y que nos informasen sobre su muerte. “No quiero ver ese espectáculo tan desagradable. Me corta la digestión”, argumentará algún telespectador para tranquilizar su mala conciencia sobre la desesperada lucha por rescatar a las víctimas del terremoto en una extensa comarca que se disputan Siria y Turquía con la complicación añadida de las reivindicaciones de Kurdistan, una populosa nación sin territorio. Cualquier cosa que digamos o hagamos para aliviar a las víctimas, será tachada de “demagogia”. Hasta ese punto de insensibilidad estamos llegando.

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