Opinión

Tener una edad avanzada

En un relato breve titulado Caída en desuso, que publiqué en Carta a Miguel y otros cuentos, en el año 2000, simulé un juicio en la Real Academia de la Lengua en el que se debatió si debía suprimirse la palabra “viejo” por haber caído en desuso, por haber sido sustituida en el lenguaje ordinario por otras expresiones más suaves como “tercera edad” y “nuestros mayores”. Hacía de fiscal, Tercera edad, y de abogado defensor “Vienense” porque era la palabra que antecedía a “viejo” en el Diccionario de la RAE.

Recordaba entonces que en el tomo II de la vigésimo primera edición del Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española la primera acepción de la palabra “viejo” era “dícese de la persona de mucha edad”. En su brillante defensa de la palabra viejo, Vienense afirmó que “tener mucha edad es una realidad que no puede disfrazarse. Y si la sociedad en la que vivimos considera duro utilizar una palabra que indica que se ha llegado a esa etapa de la vida, no por ello debe admitirse que se suprima del Diccionario la palabra que de manera recta y franca expresa esa idea. Y menos aún que se sustituya por otras, que tratan de decir lo mismo con más suavidad, pero con mucha menos precisión”.

Añadía Vienense que la definición de viejo tampoco era un modelo de precisión. “Porque —decía la defensora— ¿cuántos años hay que tener para ser una persona de mucha edad? Sus Ilustrísimas se han limitado a añadir a la palabra edad el adjetivo “mucha”, que quiere decir “abundante, numeroso, o que excede de lo ordinario, regular o preciso”. Pero ¿cuándo se tiene una edad abundante, numerosa o que excede de lo ordinario? ¿Quién es el que decide si la edad de alguien es abundante, numerosa o excede lo ordinario?

La Academia en pleno decidió: “La palabra Viejo, contenida en el tomo II de la vigésimo primera edición del Diccionario de la Lengua Española, de la Real Academia Española, queda redactada del siguiente modo en la próxima edición: Viejo,ja. Dícese de la persona de edad. Comúnmente puede entenderse que es vieja la que cumplió setenta años”. Ante esta sorprendente significación el cuento finalizaba: “Para los tiempos hacia los que vamos, no me parece mucha edad. Pero, por el momento, la precisión de los setenta años que han introducido sus Ilustrísimas ha servido para salvar a Viejo, dijo satisfecha Vienense”.

Si tienen la curiosidad de ver lo que dice hoy el Diccionario de la RAE de la palabra “viejo”, comprobarán que la primera acepción es: “Dicho de un ser vivo: De edad avanzada”. No figura, por tanto, ninguna referencia numérica a la edad. Por eso, las reflexiones que voy a realizar seguidamente se refieren a las “persona de edad avanzada”, palabra que quiere decir “ancianidad: último período de la vida”.

Seguramente sabrán que circula por la red un escrito que atribuye al director de la Facultad de Medicina de la Universidad George Washington la opinión de que “el cerebro de una persona mayor es mucho más práctico de lo que comúnmente se cree. A esta edad —se señala— la interacción de los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro se vuelve armoniosa, lo que amplía nuestras posibilidades creativas. Es por eso por lo que entre las personas mayores de 60 años se pueden encontrar muchas personalidades que acaban de iniciar sus actividades creativas”.

Por si lo anterior no fuera suficientemente gratificante para las personas que hemos alcanzado esa edad se destaca que “el cerebro ya no es tan rápido como en la juventud. Sin embargo, gana en flexibilidad. Por lo tanto, con la edad, es más probable que tomemos las decisiones correctas y estemos menos expuestos a las emociones negativas. El pico de la actividad intelectual humana ocurre alrededor de los 70 años, cuando el cerebro comienza a funcionar con toda su fuerza”.

En el mencionado escrito se dice también que el profesor Monchi Uri, de la Universidad de Montreal, “cree que el cerebro del anciano elige el camino que consume menos energía, elimina lo innecesario y deja solo las opciones adecuadas para resolver el problema. Se realizó un estudio en el que participaron diferentes grupos de edad. Los jóvenes estaban muy confundidos al pasar las pruebas, mientras que los mayores de 60 años tomaban las decisiones correctas”.

Las dos opiniones anteriores, referidas a nuestro funcionamiento orgánico, deben reconfortarnos, pero para no caer en un optimismo desmesurado no deberíamos olvidar que a la edad avanzada nuestro “yo” lleva andado un camino que no suele ser precisamente de rosas. Por eso, a esa edad en nuestra manera de ser la malicia ha arrumbado a la inocencia y la ingenuidad de nuestros primeros años. Por mucho que nos duela, la vida parece mostrar que se saca más partido por caminar torcidamente que por andar derecho, que es más útil mentir que decir la verdad, que es mejor ser un sinvergüenza que ser honrado, desacreditar y deshonrar falsamente a los demás que reconocerles todo el crédito y el honor que se merecen, y, en fin, conducirse sin respetar los valores que comportarse éticamente. En este discurrir tan tortuoso, llegados al puerto de la madurez, las decepciones han sido tantas y de tal envergadura, que no es extraño recelar de casi todo.

Llegados a ese momento es posible que nos invada la sensación “de estar de vuelta de la vida”, que nos induce a desconfiar de todo, excepción hecha de lo más auténtico: el amor de la familia y el tesoro de la verdadera amistad. Pero estos “antídotos”, que pueden ayudarnos a contrarrestar los efectos negativos del escepticismo, van convirtiéndose en un tesoro que se descubre a la edad avanzada. Por eso, si se tiene la inmensa fortuna de poseer tales riquezas, no hay que dejar de cultivarlas convenientemente a lo largo de lo que nos reste de vida.