Opinión

Idiotas

Ya saben. Desde ahora no habrá gordos en las obras de Roald Dahl, sino personas “enormes”. Tampoco habrá calvas ni brujas que disimulan haciéndose pasar por mecanógrafas o cajeras de supermercado. Ahora serán científicas o mujeres de negocios. Matilda ya no leerá más a Josep Conrad, sino a Jane Austen. Son solo algunos de los muchísimos cambios que en nombre de los nuevos tiempos y de lo políticamente correcto han efectuado los editores del sello inglés Puffin en las ediciones originales del genio de la literatura infantil. Por ahora, los editores del autor en el resto del mundo se han desmarcado del disparate. Incluidos todos los que le publican en nuestro país. Menos mal.

Hace años me llamó la editora de una de mis novelas para jóvenes para pedirme que “actualizara” un libro mío. En aquella novela, escrita en 1997 y protagonizada por una joven de 16 años, las cosas se compraban en pesetas y apenas salían móviles. Mi editora consideraba que los precios debían estar en euros y que mis protagonistas debían llevar móviles. Ni una cosa ni otra eran importantes para el argumento. Me negué a hacer los cambios. Le dije que consideraba a mis lectores perfectamente capaces de comprender que en 1997 la gente pagara en pesetas y que no fuera dependiente del móvil. Algo, por cierto, que he constatado a menudo, ya que esa novela se sigue leyendo. Argumenté que la literatura es hija de su momento y precisamente por eso es valiosa, por su capacidad de retener el tiempo, de congelarlo. Para tratar de convencerla añadí que esas dos distorsiones que señalaba en mi obra eran fácilmente comprensibles. Bastaba una explicación por parte de alguien que aún recordara aquella remota era en que en los bolsillos no llevábamos teléfonos pero sí pesetas. Me quedé impresionada, claro. ¿Se imponía “actualizar” toda la literatura? ¿Darle móviles a Don Quijote, a Romeo y Julieta, a Don Juan, a los personajes bíblicos?

No. No se trata de eso. La llamada de mi editora no se habría producido si mi novela no hubiera sido para jóvenes. Lo mismo ocurre con los editores de Roald Dahl: no habrían metido sus zarpas en los textos del autor si estos estuvieran dirigidos a adultos. Lo cual significa dos cosas muy preocupantes: 1) Existe una absoluta falta de respeto hacia la literatura escrita para niños y jóvenes, a veces practicada por quienes más deberían conocerla y respetarla, es decir, sus editores. 2) Existe una absoluta y vergonzante falta de respeto de los adultos hacia los niños y jóvenes. Sí, sí, ya sé que abundan las organizaciones que se llenan la boca (y a veces los bolsillos) en nombre de los derechos de los niños. Pero al decidir por ellos qué y cómo deben leer, al censurar palabras, conceptos, libros y autores, al sobreexplicarles hasta lo más sencillo, no solo los toman por tontos, sino que les niegan el derecho a la soberana libertad de leer, que es lo mismo que negarles su derecho a pensar, a tomar partido, a ser personas críticas.

Muy poca gente entiende que erradicar la palabra gordo de los libros no acabará con la gordofobia. Solo eliminaremos nuestra capacidad para detectarla. Pocos entienden también que la literatura, el arte en general, debe ser libre. Libre sin condiciones. Que el arte actúa como revulsivo precisamente por su falta de censura. Es necesario que exista en nuestra sociedad un lugar en que las cosas se muestren sin filtros. Sobre todo, sin los filtros que algunos imponen a su conveniencia. Porque el papel del arte no es educar, ni concienciar, ni mejorar la sociedad, sino reflejarla, criticarla, legarla a nuestros sucesores, para que puedan comprender de qué iba todo esto.

Las supuestas buenas intenciones de esos editores prepotentes son la máscara de la avaricia, del ansia de vender cuantos más libros mejor. Los que nos dedicamos a la literatura para jóvenes sabemos que antes que a los lectores hay que convencer a los adultos: padres, madres, profesorado. Y que ahora los adultos ejercen más que nunca de odiosos censores. A ellos se dirigen los cambios. Pretenden contentarlos. Aunque los del gremio sabemos también que no es posible contentar a todos. Y que ser buen editor, en especial de libros para niños, consiste también en tomar decisiones valientes. Les podría dar ejemplos concretos de ello.

Por último, un grito furioso: los lectores de Roald Dahl no vamos a perdonar este atropello. Tal vez vendan muchos libros, tal vez contenten a adultos tan idiotas como ellos, pero será al precio de haber faltado al respeto a un gran creador. Y a la Literatura. Y a miles de lectores presentes y futuros.

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