Opinión | Crónicas galantes

La revolución feminista de las palabras

Si a usted le hablan de la transfobia, el transactivismo, el heteropatriarcado, la transversalidad de género, el género no binario o el feminismo radical transexcluyente, probablemente no sepa de qué va todo esto. No se aflija.

Le pasaría lo mismo si un cantero de los de antes le dijese en su jerga “xilon, nexo chumar” o “xilon, xido entileger”, frases con las que estos trabajadores de la piedra ensalzaban las ventajas de no beber e instruirse.

Son muchos los oficios o profesiones que han creado su propia jerga sacramental y secreta, probablemente ideada para hurtar sus conocimientos a la generalidad de la población. Al latín de los canteros hay que agregar aún el barallete de los afiladores de paraguas, que llamaban “ardoa” al vino y “zurro” al dinero. O las jerigonzas creadas por cesteros y albañiles, que también se han ido perdiendo.

A cambio han nacido otras jergas propias de oficios más en boga, como podría ser el de político. El lenguaje politiqués —por llamarlo de algún modo— permite a sus usuarios disertar sobre el “desarrollo sostenible” con un toque de “transversalidad” y “multilateralidad”, sazonadas con unas pizcas de “resiliencia” y “reajustes al alza”. Casi nadie, salvo los profesionales, sabrá de qué le están hablando; pero de eso se trata precisamente.

Si un político de raza quiere subir el IVA, por ejemplo, jamás dirá que va a hacerlo. Simplemente informará a los pagadores de que se va a producir un “ensanchamiento de las bases imponibles del impuesto sobre el consumo”. Suena mucho mejor y no asusta tanto como un brusco anuncio de crecida de los tributos.

La última y muy creativa aportación al lenguaje la ha hecho el movimiento feminista, particularmente en su rama ministerial. No solo se trata de que el departamento de Igualdad haya igualado con éxito el género —que es propiedad lingüística— con el sexo, que viene a ser más bien un asunto biológico.

Más notable aún es el hallazgo, a todas luces revolucionario, de un nuevo género ambiguo que se suma a los tradicionales masculino, femenino y neutro. Para ello se ha añadido una “e” a las terminaciones, de tal modo que se pueda hablar de hijos, hijas e hijes, o todos, todas y todes. Los académicos de la Lengua han acogido con rezongos la innovación; pero ya se sabe que forman parte de una institución dedicada a conservar el idioma y, por tanto, conservadora. Qué iban a decir.

Ni siquiera las feministas de toda la vida parecen conformes con estos avances. Se quejan, por ejemplo, de que las nuevas leyes en curso borren la mismísima palabra “mujer” al referirse a las embarazadas como “personas gestantes”. Efectivamente, en el proyecto de ley transgénero se habla de “padre o progenitor no gestante” y de “madre o progenitor gestante”. Mujeres e incluso hombres son cosa del pasado.

Tampoco es que a las disidentes se les entienda mucho, a decir verdad. Estos días, sin ir más lejos, denuncian a la ministra de Igualdad por organizar una asamblea en la que se difundirá el “primer documento troyano del transactivismo antifeminista”. Ahí queda eso.

Entre unas cosas y otras, la jerga del feminismo está a punto de superar en complejidad y misterio al latín de los canteros y al habla secretamente masónica de los antiguos albañiles. E incluso a la de los políticos, que ya es decir.

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