Opinión | La hoguera

El odio es ciego

Cuando aprendo una nueva palabra que no conocía tropiezo con ella por todas partes. Mi mujer se quedó embarazada y era como si la calle se hubiera llenado de embarazadas. Igual cuando luego empujábamos el carrito: atascos de carritos, choques de carritos, bloqueo de carritos en el ascensor; y cuando me compré un jersey verde todo el mundo iba de verde. Cosas que siempre han estado ahí de pronto te saltan a los ojos. Basta con fijarse. Me pasa también con las falacias. Detectada una, caigo en la cuenta de hasta qué punto era de uso común.

La falacia que tengo que apartar últimamente para avanzar por la lectura de periódicos es la del odio. Consiste en señalar el odio ajeno en el fondo de lo que al interlocutor no le gusta oír. Esta falacia es prima hermana de las acusaciones acabadas en “fobia”. Una táctica que sirve para desacreditar un argumento atribuyéndole un demonio en las costuras.

Recientemente me preguntaba en un artículo qué iba a impedir, con la autodeterminación de sexo libre y sin controles, que algunos hombres deseosos de disfrutar de los beneficios legales de ser una mujer en España (cuotas, ventajas fiscales, hay casi 500 diferentes) se convirtieran en mujer. Leída la ley, probar el fraude parece imposible. ¿Discusión? No. Lo que me dijeron es que odio.

No lo sabía. Uno no siempre es consciente de que odia. Como pasa con la culpa, a veces el que la atesora es el último en darse cuenta. No todo es tan visible para nosotros como el miedo o la vergüenza. Sin embargo, el odio no siempre es real, sino el comodín favorito de quienes están más pendientes de ganar una discusión que de utilizar la dialéctica para acercarse a la verdad. Sugestionarse de que tu interlocutor habla desde el odio es fantástico si se trata de no escucharle, es decir, de no someter la psique al tormento de la disonancia cognitiva.

En lugar de plantearnos si el oponente tiene razón en algo, es más cómodo convencernos de que está enfermo de odio, es decir, que está cegado por un sentimiento que le impide razonar en el mejor de los casos, o que habla así movido por la maldad. De esta forma, las feministas odian a los hombres, los hombres odian a las mujeres, los trans a los normativos y los blancos a los negros. No hay disenso, sino odio. El otro siempre odia. Por eso no quiere aceptar quién tiene razón.

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