Diez años de cárcel les han caído del cielo a una pareja de adolescentes por echarse un baile allá en Irán, tierra de ayatolas. No se trató de un perreo ni de un sensual tango, matices que a fin de cuentas poco importan al gobierno de sacristanes de la antigua Persia.
A tanto no llegamos siquiera aquí bajo el régimen de catolicismo de Estado que instauró el general Franco hace ya muchas lunas. Cierto es que los seguidores más extremosos del Caudillo pedían la prohibición del “moderno baile agarrado” por su carácter a todas luces lascivo. Algún presbítero llegó a pedir la erradicación de tan pecaminosa costumbre; pero la cosa no fue a más, por fortuna.
No deja de resultar curioso que el baile haya sido proscrito precisamente en Irán. Los persas cultivaban la danza en todas sus variantes: desde el baile cortesano al folclórico; e incluso recurrían a ella con fines terapéuticos.
Todo eso terminó con la caída del Imperio Persa y las sucesivas invasiones. Mayormente, la de los árabes. El bailongo sobreviviría aún durante el régimen dictatorial del Sha de Persia, que tanto juego daba con Soraya y Farah Diba a las revistas del corazón. Pero en esas llegó el ayatola Jomeini y mandó parar.
El baile fue prohibido a partir de 1979, con el triunfo de la Revolución Islámica, deseosa de impedir que hombres y mujeres se mezclasen o, peor aún, se tocasen en público. El nuevo código penal estableció fuertes condenas a los infractores, como la de un decenio que acaba de sancionar la conducta impúdica de dos chavales. Una pareja que, por si fuera poco, tuvo la osadía de grabar su descocada danza y subir el video a internet.
Poco se puede hacer contra estas gentes llegada de las profundidades del Medievo que reducen a las mujeres a la mera condición de ganado. Son varones por lo general hirsutos que abominan del vino, condenan la fornicación, prohíben el baile y se pasan el día rezando. Parece lógico que, con tal plan de vida, la única diversión que les quede a los ayatolas y demás teócratas sea la de jugar a moros y cristianos con el kalashnikov en bandolera.
La de prohibir el baile bajo penas más bien severas es, en realidad, una extravagancia de orden menor dentro de la rama más fanática (y quizá no la más representativa) del islam. Los talibanes que acaban de recuperar el mando en Afganistán, pongamos por caso, llevan su persecución de los placeres al extremo de vedar no solo la danza, sino también la bebida, la música, el cine y otros corruptos esparcimientos de origen occidental e imperialista.
La mejor estrategia frente a estos y otros soldados de la barbarie bien pudiera ser la que años atrás propusieron los supervivientes del atentado al semanario Charlie Hebdo. “Ellos tienen las armas. Que se jodan: nosotros tenemos el champán”, proclamaron corajudamente los parisinos en la portada del primer número publicado tras la masacre.
Esa nueva versión achampanada de la Resistencia francesa invita a usar la alegría, la música, la lujuria, el buen vino y, por descontado, el baile, como armas de letal efecto para combatir a los cenizos del burka. No es seguro que vayamos a ganar, pero al menos les vamos a amargar aún más su amarga vida.