Opinión

María Carreiro y Cándido López | Profesores e investigadores en la Escola de Arquitectura da UDC

Reflexiones sobre el rural de Galicia

En el año 2050 se prevé que se alcancen los 9.000 millones de habitantes en el planeta. Así mismo, se estima que el 75% de ellos vivirán en ciudades. Una estimación que también se observa en territorios de escaso crecimiento. Incluso en aquellos en que mengua su población, como sucede en Galicia, donde en la última década hemos pasado de 2.771.750 habitantes (diciembre 2010) a 2.691.456 (diciembre 2022).

Un decrecimiento que se manifiesta de manera dispar. En seis de las siete áreas metropolitanas gallegas se manifiesta la pérdida de población en la ciudad central, mientras que el conjunto de términos municipales de su entorno, tanto de su primera como de su segunda corona, ha visto incrementado su censo de manera significativa. Este es el caso de Oleiros, Arteixo, Cambre y Culleredo en el área metropolitana de A Coruña; de Narón en la de Ferrol; de Ames en la de Santiago; de Outeiro de Rei en la de Lugo; de Barbadás en la de Ourense; o de Gondomar, Mos, Nigrán, y Porriño en la de Vigo. Mientras tanto, en la séptima, Pontevedra, se constata un saldo vegetativo positivo tanto en la urbe como en el término municipal de Poio.

En estos términos municipales, adyacentes a la urbe central, al igual que en aquellos otros de segunda línea, el crecimiento vegetativo se materializa, de manera genérica, mediante la construcción de viviendas unifamiliares aisladas, pareadas o en hilera, y/o de viviendas plurifamiliares de escasa altura. Un modelo de baja densidad identificado como ciudad jardín, que aquí se conoce coloquialmente como el fenómeno de “ven a vivir ao rural”, y en Estados Unidos como sprawl. Una ocupación del territorio que, en ambos márgenes del mar Océano, se expande como una mancha de aceite, precisando de vehículos a motor para desplazarse entre el lugar de la residencia y el de trabajo u ocio. Una extensión urbana que no se detiene ante casi nada.

Conviene recordar que el 66% de la población de Galicia, aproximadamente 1.800.000 personas, vive en municipios de más de 10.000 habitantes, concentrada principalmente en los municipios costeros, a lo largo de una franja conocida como Corredor Atlántico. También que, de los 313 concellos del país, 257 se pueden considerar rurales —si se atiende a un rango de población inferior a 10.000 personas—; y que en 231 de estos últimos desciende la población. Unos términos municipales que ocupan 24.100 de los 29.575 kilómetros cuadrados totales, más de tres cuartas partes de nuestro territorio. Aunque la ruralidad de los términos municipales se puede medir de otra manera, observando otros indicadores como la existencia o no de ganado, la superficie agraria útil, los cultivos que se utilizan, o la presencia de niños que garanticen el relevo generacional en las explotaciones agrícolas.

Frente al decaimiento demográfico resalta la capacidad de legislar de nuestra Autonomía. Somos auténticos pioneros en producir legislación. Hasta parece ser que nos copian en otras comunidades autónomas.

Pese a estas circunstancias contrapuestas, no cabe duda de los valores del territorio que habitamos. Manifestación pública de ello, se produjo hace escasos días en un acto en la Escuela de Arquitectura de nuestra universidad. Un renombrado arquitecto internacional nos recordó, entre otras cuestiones, que nuestra tierra posee tesoros: “sus cualidades físicas, las montañas, los bosques, el paisaje”. Aun cuando no cabe duda de la noble intención empleada, Galicia no se caracteriza por sus montañas, sino por sus montes y el cultivo y aprovechamiento de los mismos, tal y como don Ramón Otero Pedrayo, entre otros, se encargó de categorizar en su momento. Late la contradicción entre la elegante descripción y los datos de la situación socioeconómica y demográfica. Habitualmente, las declaraciones en los medios nos hacen ver que somos los primeros en casi todo. Un amigo nuestro, de niño, siempre decía: “Ti, paréceme que eres o campión de todo…”.

Ante esta paradoja, resulta útil enfocar la mirada sobre nuestra identidad y recordar la complejidad del territorio que habitamos. Y es entonces cuando, alejadas de los tópicos convencionales, surgen una serie de acotaciones:

–Que desaparecen las explotaciones agrarias familiares que mantenían la biodiversidad del territorio, a la par que crece el número de cabezas de ganado, y aumenta la producción láctea, concentrada en un menor número de explotaciones.

–Que existe un abandono progresivo de la actividad tradicional ligado a un despoblamiento del rural y al envejecimiento demográfico. Una constante que en los próximos diez años continuará a la vista de los indicadores que los organismos oficiales de estadística nos trasladan. Un paulatino envejecimiento que la incorporación de mano de obra foránea no logra revertir, ni siquiera con el retorno de una parte de nuestros familiares de Hispanoamérica.

–Que la natalidad decae de modo alarmante, provocando el cierre de unidades y/o centros escolares en numerosos territorios. La realidad es que las mujeres del rural son las primeras en buscar otros destinos que mejoren sus condiciones vitales.

–Que las infraestructuras no satisfacen debidamente las necesidades de la población. Las de saneamiento porque funcionan defectuosamente, o porque se encuentran inoperativas; las de telecomunicación porque disponen de una deficiente cobertura, que ralentiza o incluso en algunos casos impide, la incorporación de la digitalización en los procesos productivos; o las deportivos y culturales, que se desatienden o infrautilizan.

–Que la superficie útil agraria ha disminuido en las últimas décadas. Con ello, nuestros montes se han convertido en “selvas”, facilitando la presencia de animales como el jabalí o el corzo, hasta hace escasos años inexistentes en él. Y, a su vez, nuestras agras, sembradas de pan —centeno o trigo sarodio— han pasado a ser prados o a asilvestrarse como los montes, y a convertirse en lugares inhóspitos para la fauna autóctona: perdices, conejos y liebres.

–Que la Red Natura 2000 de Galicia, que agrupa los espacios naturales protegidos gallegos, no ha incrementado su superficie desde su declaración como tal. El territorio protegido dentro de este marco representa el 12% del total, un número inferior a la media de la UE, con un porcentaje del 18%, así como al conjunto del estado español, cifrado en el 26% —uno de cada cuatro metros cuadrados—. En España, las comunidades autónomas son las responsables de declarar y gestionar estos territorios protegidos compuesto de lugares de interés comunitario y zonas especiales de protección de aves, informando a la Comisión Europea cada cierto período de tiempo. El argumentario de nuestros dirigentes se concreta en la línea que “en cuanto se declara un espacio protegido, nacen unas limitaciones para desarrollar cualquier actividad en estos lugares, lo que puede ser un lastre considerable para el territorio al que afecta”. Sin embargo, un informe del Ministerio para la Transición Ecológica elaborado en 2019 recoge que los beneficios económicos de la Red Natura 2000 ascienden a 43.661 millones de euros al año, el equivalente al 4% del PIB de España en 2014. Y que por cada euro invertido anualmente en conservarla, además, se obtienen 22 de beneficio.

Estas anotaciones muestran aspectos que deben ser afrontados con decisión y prontitud, si existe alguna voluntad de revertir la situación y potenciar el crecimiento para facilitar las posibilidades de vivir en él. Es necesario establecer objetivos que trasciendan la urgencia de la inmediatez. La distracción es un arma poderosa. Y este territorio rural, en el que según algún experto “lamentablemente no es fácil planificar con sencillez”, precisa de propuestas económicas y sociales, de estrategias infraestructurales concretas, claras y concisas, que mejoren la calidad de vida de sus habitantes, alejándose de palabras vacuas. Y esto implica una posición que no siempre le resulta grata a quien ostenta el poder. En muchas ocasiones, los colectivos con capacidad de transformar, entre ellos el de los arquitectos, somos un ejemplo de acomodo a él, con una enorme inercia para afrontar cambios imprescindibles.

Es un hecho que durante estas últimas décadas, las transformaciones sociales y económicas en España han sido significativas —recuérdese la expresión del político andaluz Alfonso Guerra en los años ochenta del siglo XX: “a este país no lo va a conocer ni la madre que lo parió”—. Sin embargo, el alcance de las mismas en Galicia no resultó todo lo exitoso que en numerosas ocasiones se nos traslada públicamente desde los púlpitos de instituciones políticas y/o académicas.