Opinión | Parece una tontería

Me contradigo, ¿y qué?

Estoy a favor de mostrar un atisbo de coherencia de vez en cuando. Mal no creo que haga, o no existen evidencias. Quizás tampoco se pueda aspirar a mucho más. El mundo ya ha sido abandonado por casi todas las cosas sencillas. Me temo que la coherencia es un comportamiento complejísimo, agotador, que se sostiene muy difícilmente en el tiempo. Es inevitable que su persecución conduzca al desaliento. Y si no conduce al desaliento, y triunfa, quién sabe si no conduce al fanatismo. En eso, recuerda mucho a lo que dijo una vez un señor de que tenía cuanto dinero se necesita para toda una vida, a cambio de que se muriese ese día por la noche. Ese instante en el que, después de ciertos esfuerzos inútiles, nos rendimos a nuestras contradicciones, no es otra cosa que el triunfo de algo que se podría llamar triste condición humana.

Ese modo de ser consistente en fracasar en la tentativa de ser de otro modo, que perfila un estilo de vida sin duda rectísimo y admirable, depara momentos de todo tipo. A veces es vergüenza, otras es decepción, comedia, ternura, tristeza... Las incoherencias humanas, y diarias, admiten tantos grados, se prodigan en tantos campos posibles, que las hay lamentables y agradables. Esta semana, mientras veía La octava mujer de Barba Azul (1938), de Ernst Lubitsch, creo que asistí a una de las más divertidas que recuerdo, cuando el protagonista, un millonario norteamericano, interpretado por Gary Cooper, entra en unos grandes almacenes de Niza para comprar un pijama. Los dependientes intentan convencerlo para que compre un paraguas, una raqueta de tenis, un perfume, una corbata antes que un pijama. Pero él quiere un pijama.

La convicción del cliente es inamovible. De hecho, solo quiere la parte de arriba. “Yo no uso los pantalones y no compro lo que no uso. El noventa por ciento de los hombres no se pone el pantalón del pijama”, argumenta cuando el dependiente le explica que tiene que pagar el pijama entero. El americano insiste como solo sabe un millonario que se hizo millonario gastando cada dólar sabiamente. “Es una petición revolucionaria. Debo ir a consular. Un momento”, dice el dependiente, que sale en busca del encargado. Este no sabe qué resolver, así que suben una planta más y acuden al despacho del vicepresidente. Pero tampoco el vicepresidente vislumbra qué solución dar a la petición del americano. Solo se le ocurre una cosa: telefonear al presidente, que se encuentra en casa, en la cama. “Es urgente”, le hace ver el mayordomo. El señor De la Coste aparta las sábanas y sale de la cama en pijama, sin parte de abajo, que al parecer tampoco usa. Toma el teléfono y se le oye decir: “¿Qué pasa?... ¿Qué?... ¡No! ¡Nunca!... ¡Esto es comunismo!... Intente venderle otra cosa. ¿Qué tal un sombrero de paja?”.

No diré que la coherencia no se reserva también momentos alentadores, que renuevan la esperanza en la humanidad. Recuerdo cuando Vázquez Montalbán, coherente con sus ideales hasta el final, le decía a los que le reprochaban su extemporánea fidelidad al comunismo: “Déjame ser el que apague la luz”.

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