Opinión | EDITORIAL

Feminismo, mejor en la calle que en la política

En un 8-M celebrado tras una víspera de zancadillas en el Congreso de los Diputados a cuenta de la necesaria reforma de la ley del solo sí es sí y la apropiación por parte del partido socialista de la ley de paridad resultaría fácil, pero inadecuado, resumir que la jornada reivindicativa se desarrolló marcada por, o a pesar de, la división del feminismo. Sería injusto que la acción política de los partidos en materia de igualdad canibalice la realidad de un movimiento social amplio. Sería desacertado considerar que las querellas internas entre las formaciones de la coalición de Gobierno se reflejan sin más en las posiciones existentes en un colectivo mucho más rico, diverso e independiente. El feminismo en el ámbito político no está en un momento precisamente ejemplar. Pero eso no significa que el feminismo, como fenómeno social, como una de las corrientes de fondo que definen de forma más influyente las transformaciones que hemos vivido en los últimos años, no esté dando pasos significativos y cosechando logros que hace poco más de una década eran aspiraciones. Que eran reivindicaciones vivas, pero compartidas de forma mucho menos mayoritaria que hoy.

Los casos sangrantes de violencia de género que nos conmocionan de forma casi diaria llegan a nuestros oídos porque ya no se callan, no se ocultan sino que se denuncian. Las situaciones de desigualdad laboral, en la distribución de las responsabilidades y las cargas de los cuidados en el interior de las familias o en las más diversas posiciones de poder se identifican como tales porque ya no se asumen como naturales. Incluso el inquietante rebrote de posiciones desacomplejadamente machistas, cuando no agresivamente violentas, no deja de ser la respuesta acorralada de quien ve que la realidad ya no se pliega a la voluntad de sus privilegios y deseos.

Decimos pues, que la realidad política está en disonancia con la realidad social. Aunque, lamentablemente, más allá del movimiento que viven las adolescentes que están redefiniendo su papel, del día a día de las empresarias, directivas o trabajadoras que están haciendo cambiar la cultura en los entornos laborales, de los colectivos que denuncian situaciones de abusos desde la universidad al mundo del espectáculo, si hablamos del feminismo organizado parece que su desconcierto replica más bien lo que sucede en el ámbito de la política, enzarzado en divisiones ensimismadas.

En la lucha dialéctica que ha creado una de las mayores grietas en el movimiento feminista establecido, la que rodea el reconocimiento de los derechos de las personas trans desde una definición específica de la ideología de género, uno de los dos sectores en liza descalifica al otro con el término transexcluyentes. Esa puede ser una visión excluyente, pero hay demasiadas más: en otros debates que han tensado las organizaciones feministas, como el de la legalización o abolición de la prostitución o cuáles son las consecuencias prácticas de las políticas de conciliación, y la sobrecarga que puede suponer la reivindicación de la mujer como esencialmente cuidadora.

Lo que aún se debe conseguir es aún mucho. Las amenazas de que lo conseguido sucumba ante una oleada reactiva son demasiado reales. El feminismo, explicaba la influyente Rebecca Solnit, ha ganado la batalla del relato. Pero no debe ser solo discurso sino instrumento de transformación, eficaz y compartido.