Opinión | Crónicas galantes

Las bragas y los gordos

Las bragas de Heidi fueron prohibidas años atrás por el Gobierno de Turquía, que censuró tan pecaminosa imagen en los libros escolares de texto. Ahora es Roald Dahl, maestro de la literatura infantil, el que sufre en su obra la poda de las palabras “gordo” y “feo” —entre otras— a manos de nuevos censores igualmente preocupados por el daño que la lectura pueda hacer a los niños. Para ellos solo habrá gente esbelta y guapa, aunque sea mentira.

Lo de Turquía y Heidi podía entenderse por el carácter más bien pacato del régimen de ese país, moderadamente islámico si se le compara con otros de la misma cuerda. Dahl, en cambio, acaba de ser víctima de una censura mucho más sutil que se ejerce para evitar ofensas a personas o grupos en desventaja social.

Idea en principio muy razonable, la llamada “corrección política” empezó hace ya tiempo a caer en el ridículo, que es ese lugar del que nunca se vuelve.

A Blancanieves, por ejemplo, le reprocharon los inquisidores que cocinase para siete hombres, con el agravante de que se les reputase de enanos.

El cuento de la Cenicienta incurriría, a su vez, en comportamientos heteronormativos, misóginos y discriminatorios por razón de clase y edad. Y tal vez estemos a un cuarto de hora de que alguien caiga en la cuenta de que el beso con el que el príncipe despertó a la Bella Durmiente fue dado sin consentimiento alguno.

La de prohibir y censurar fue tradicionalmente una costumbre propia de reaccionarios. Con humorismo no buscado, la dictadura de los coroneles prohibió en Grecia el estudio de la matemática moderna, las enciclopedias y la música de los Beatles, además de suprimir del alfabeto la letra “Z”. Quizá intuyesen, hace ya medio siglo, que iba a ser utilizada por las tropas de su competidor Putin, aunque no es seguro.

Es sabido también que el dictador portugués Oliveira Salazar prohibió la Coca Cola, convencido de que era una droga; y que el gobierno golpista de Pinochet en Chile ordenó la quema de libros que hiciesen alusión al cubismo. Creían, al parecer, que se trataba de un movimiento pictórico nacido en la Cuba de Fidel Castro.

Lamentablemente, el hábito carcamal de la censura se ha contagiado a no pocas personas de ideas liberales hasta convertir en grotesca la corrección política. Por ahí andan, a la caza de conductas impropias en los personajes de cuentos escritos o narrados hace cientos de años. Lo del contexto de época no es, obviamente, lo suyo.

Está bien ser correcto —políticamente o no—, del mismo modo que nada hay de malo en ser bueno, contra lo que sugieren quienes usan con carácter peyorativo la palabra “buenismo”.

Correcto es afirmar que todos los seres humanos son iguales sin distinción de raza, sexo y creencias; o que resulta intolerable reírse de quienes sufren algún problema físico o mental.

Otra cosa es expurgar de gordos, feos y enanos los libros de otras épocas, lo que obligaría a meter el lápiz rojo a no pocas obras de Cervantes o de Shakespeare. Con el batallón de nuevos inquisidores —tan reaccionarios a su pesar— puede ocurrir cualquier cosa. Algún día se les irá la mano y acabarán censurando, como el turco Erdogan, las bragas de Heidi. De la conducta heteropatriarcal de su abuelito ya ni hablamos.

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