Opinión | Shikamoo, construir en positivo

Sin impuestos no hay país

No son pocas las personas que, en todos los países, hacen de la profusión de banderas, el culto al himno, determinados mantras o gestos y aspavientos de tal índole, su seña de identidad. Van por ahí explicando a los demás que solamente ellos condensan todas las virtudes del patriotismo, entre soflamas encendidas y modos que recuerdan a épocas pretéritas, queriendo monopolizar y hacer suyos los símbolos del Estado, que en realidad son de todas y todos. Y no crean que me refiero a la realidad de España, que también, sino a la de otros muchos lugares. En Estados Unidos es un hecho muy patente, por ejemplo, y también en otras democracias plenamente consolidadas.

Sin embargo, tal castillo de naipes o ensoñación se cae por su propio peso, desmoronándose sin más, cuando son esas mismas personas embriagadas de supuesto patriotismo las que pontifican que el Estado hay que llevarlo a la mínima expresión, adelgazando todas las políticas y, muy especialmente, las fiscales, y aduciendo una supuesta libertad como coartada para abogar por lo que no es, en la práctica, más que un desmantelamiento claro de lo de todos. De lo público. De aquello de lo que nos dotamos y que nos sirve, en conjunto, para tener una vida mejor. Es evidente que me refiero a la atención sociosanitaria, a la educación, las grandes infraestructuras de todo tipo y, en general, a todo lo que hace de un país precisamente eso: ser país, y no un mero territorio donde capas no integradas y estancas de población viven a la vez.

Han sido muchos los dirigentes que en el espacio y en el tiempo, embebidos de aires del mal llamado liberalismo económico, han abogado por tales políticas desintegradoras, cuyas consecuencias todavía se pueden palpar hoy en determinados nichos de población en sus territorios. Berlusconi, en Italia, afirmaba sin ambages que “el Estado es el problema”. Los republicanos de Estados Unidos, más de lo mismo. Y Margaret Thatcher, paradigma de unas políticas que iniciaron una senda de inequidad supina, hizo lo propio en el Reino Unido. A las hemerotecas me remito para el análisis de las diáfanas consecuencias de aquellos despropósitos. Pero se ve que esto no basta a otros dirigentes más recientes para no cejar en el empeño de privatizarlo todo, desmontarlo todo, de legar al mejor postor lo que se arranca al Estado o para supeditar a la potencia de la tarjeta de crédito de cada uno sus posibilidades no ya relativas al nivel de vida, sino también hasta de expectativas vitales en el más amplio sentido de la palabra.

Pero ahí es donde se ve cuál es el patriotismo real y el que no. El que “deja tirados” a sus conciudadanos y conciudadanas o el que —con mucho menor boato y liturgia— cree con firmeza en el poder de la colectividad, que ya desde los albores de la Humanidad ha permitido a esta los más grandes logros. Uno es el de las proclamas y el oropel. El otro, el de la concreción presupuestaria y las políticas reales que mejoran la vida de las personas. Y este último, como no puede ser de otra manera, necesita del concurso de todas y todos para su definición y, sobre todo, ejecución. Necesita del aporte general, progresivo y razonable, para que todo funcione. Por eso es importante entender que los impuestos no son solamente necesarios, sino muy positivos para el desarrollo integral de nuestra convivencia.

Y ese es el mensaje que quiero compartir hoy con ustedes, queridos y queridas, en tiempos de inicio de una nueva campaña del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, correspondiente a los ingresos de cada contribuyente durante el año pasado. Una palanca crucial que permite que el Estado funcione, en el sentido de ser capaz de proveer de servicios como los antes mencionados al conjunto de la ciudadanía. Y es que si no fuese así, créanme que la alternativa se aproxima mucho más a la jungla.

Hay problemas, obviamente, y seguro que muchos de los desarrollos de tal Estado son mejorables. Hay listas de espera injustificables, desigualdades lacerantes, episodios de corrupción y muchos otros elementos que es necesario abordar y corregir. Pero esto no enmienda la idea principal, porque sólo de los impuestos de todos surge la magia de la labor en conjunto, la posibilidad de ser verdaderamente país. Soy de los que piensan, además, que para mejorar tal acción colectiva y para que aprovechar mejor cada céntimo aportado, hacen falta grandes consensos estables, por encima de la disensión o de la idea feliz. Grandes ideas compartidas por un arco ideológico más grande posible, de forma que la natural alternancia democrática en el país no distorsione la capacidad de llevar adelante lo más básico de tales políticas, orientadas a objetivos prioritarios.

Les deseo a todas y todos que les vaya bien en esta tarea de aportar a lo colectivo. Que si han pagado de más en las retenciones a cuenta, se les devuelva lo que es suyo. Y que si, en cambio, han de aportar más, lo hagan entendiendo la lógica de todo esto. Y, por favor, que no haya dirigentes irresponsables que prometan “bajarlo todo” por un puñado de votos. Y es que recuerdo ahora a algún político en campaña en la Guatemala que yo conocí, con un 2% de tributación media, que en los mítines insistía: “Y vamos a bajar los impuestos...”.