Opinión | Shikamoo, construir en positivo

¿Qué mundo quiere usted? Sí, sí, usted...

Buenos días, amigas y amigos. Volvemos a vernos las caras, en una nueva edición del periódico. Para mí, ya saben, una nueva oportunidad de construir opinión pública fundamentada, tanto aportando mi granito de arena aquí y en otros foros, como abierto a recibir sus comentarios constructivos, coincidentes o todo lo contrario. Y es que he ahí la virtud: contrastar aquello que unos sienten o razonan de una manera y otros de otra para, en conjunto, establecer consensos, avanzar en una mejor definición de aquello que es de interés común y, con todo ello, aspirar a mejorar un poquito cada día la sociedad. O, lo que es lo mismo, entendernos más y mejor, y comprender de una forma clara cuáles son los límites del pensamiento de cada uno y ver hasta dónde podemos llegar a la hora de tener en cuenta esas diferentes sensibilidades para construir lo colectivo. Ni más ni menos.

En esa línea, hoy dispararé a bocajarro, sin ambages ni meandros lingüísticos. Porque la pregunta es la contenida en el título de este texto: ¿Qué mundo quiere usted? Y se lo pregunto a su persona, no a aquel otro señor que pasa por allí o a la señora que, fíjese, va ahora mismo con un perrito pasando por delante de la cristalera de la cafetería donde en este mismo momento usted me lee. Es una pregunta, como ven, personal e intransferible. Del resultado de su respuesta, de todas las respuestas, obtendremos precisamente la fotografía de la sociedad del mañana. Como ven, no es baladí.

Quizá es usted de los que cree que un pozo se puede hacer sin mayor miramiento en cualquier zona sensible para esperar que, juego político o razonamiento de naturaleza económica mediante, alguien se lo legalice luego. Sin más. Y ejercer así de un enorme y flagrante espíritu cortoplacista, que pone en riesgo el futuro de tal lugar especialmente protegido. Si a tal zona le pongo el nombre de Parque Nacional de Doñana —¡ni más ni menos!— y ven ustedes los últimos movimientos de la Junta de Andalucía en tal zona sensible, entenderán de qué les hablo. Y no, no acepto que sea dicho maquiavélico juego político el que ordene las políticas y los desarrollos de las mismas, sino que todo ello ha de estar inspirado y orientado por y para el bien común. Por eso cuando no es así, es normal que el escándalo esté servido. No se puede jugar con fuego.

Y esto muy especialmente hoy, en un momento crítico en el equilibrio hidrológico de una región con un potencial de ser castigado especialmente por la mudanza climática tan grande como el del sector sur de la Península Ibérica. Piensen ustedes que los modelos y las teorías ya están dibujando un futuro negro para toda esa enorme franja al sur de Madrid y de Lisboa, o para la mediterránea, simplemente por la reducción de precipitaciones y por el constatado calentamiento global. Si aún encima se es permisivo con determinadas actuaciones particulares, realizadas de forma ajena a la Ley o contraria a la misma, mucho peor. Incrementando el gasto en los maltrechos acuíferos de un territorio tan sensible, el resultado mete miedo.

Como en muchos de los problemas serios y complejos, con demasiadas aristas, hay quien apela al dinamismo económico como “patente de corso” para sus intereses. Y sí, tal dinamismo está muy bien, pero cuando el mismo significa, literalmente, “pan para hoy y hambre para mañana”, entonces quizá hay que revisar tal aseveración. Si, además, tal hogaza es solamente para unos cuantos, en detrimento del conjunto, más delicado es el asunto. Y si hay actuaciones al margen de la legalidad vigente, peor aún. Sumen que si lo que está en juego es la sostenibilidad del ecosistema, entonces hay que tener mucho cuidado en todo lo que se dictamine, por acción o por omisión. Porque miren, planeta sólo hay uno, y con él tenemos que entendernos. Y, a veces, incluso una variación suave de las condiciones de contorno de determinadas variables lleva —teoría de catástrofes, de René Thom— a un cambio drástico en otras dependientes de las primeras. No es “sacar un poquito más de agua y ya está”. Con lo bajo que está el nivel freático en algunas zonas del centro y sur de España, por ejemplo, ya sin hacer nada la situación empeorará mucho en los próximos años. Imagínense si se asfixia aún más a tales sistemas bajo mínimos.

¿Qué mundo queremos? Esa es la clave. ¿Pensamos en cortoplacismo, y ya está? ¿O nos lanzamos, a lo mejor, a poner en práctica mucho de lo que ya sabemos para mejorar a largo plazo nuestro contexto físico y medioambiental? O, por lo menos, a no empeorarlo más. Creo sinceramente que esta batería de preguntas debería ser de lo que más motivase el debate público hoy, más allá de temas clásicos enquistados, crónicas pseudorrosa teñidas de mariscos y Albariño basadas en el ego personal y la decadencia de un esquema social al que deberíamos dar carpetazo, o los previsibles encontronazos propios de épocas previas a los encuentros con las urnas. ¿Qué mundo queremos y por qué? ¿A qué estamos dispuestos a renunciar y a qué no? ¿Somos conscientes de las evidencias que nos indican que una parte importante de nuestro país, por ejemplo, es ya más invivible e irá a peor en términos de temperaturas más altas y precipitaciones más escasas? ¿Seguiremos llamándole “buen tiempo” a una larga serie de días sin que caiga el oro líquido que supone la lluvia?

Toca cambiar, sí. Toca cambiar. El discurso, claramente. La praxis, todavía más. Y eso, de alguna manera, intentar trasladárselo a toda la sociedad... Buffff, difícil... Pero no hay vuelta de hoja, amigas y amigos. No la hay. No hay otro camino. Porque... ¿qué mundo queremos? ¿Y cuál no?