Opinión | Inventario de perplejidades

Sobre la idoneidad del heredero

Tras haber nombrado a Juan Carlos de Borbón heredero suyo como rey de España, el general Franco creyó haber acertado en la elección de la persona que habría de sucederle en la jefatura del Estado. Y también en la de todas las instituciones que formaban parte de la odiosa dictadura que gobernó el país con puño de hierro al término de la Guerra Civil. Empezando por un Ejército abrumadoramente fiel a su Caudillo. Pero Franco no solo acreditó astucia y crueldad para conservar el poder sino que también tuvo suerte (“baraka”, le atribuyeron en la guerra colonial del norte de África).

El general Sanjurjo que iba a liderar a los militares alzados murió al estrellarse su avión. Y lo mismo le sucedió al general Mola, considerado el cerebro gris de la conspiración. Y los que no fueron segados por la Parca, es decir, por la puñetera casualidad, lo fueron por el mismo Franco, que no daba cuartel. Ni siquiera a los que le habían ayudado a ganar la guerra. El dictador gallego quiso perpetuar lo que él y sus corifeos calificaron de magna obra política buscando un heredero digno de continuarla. Y, a tal efecto, puso sus ojos en el hijo mayor del conde de Barcelona, al que educaron como militar encargando al Ejército la misión de protegerlo. La infancia de Juan Carlos, rodeado de preceptores, fue triste y casi sin amigos. Lo pasó algo mejor durante sus estudios en las academias militares. La cosa iba bien y aún mejoró al casarse con una princesa griega, Sofía, perfectamente adiestrada para su misión.

La presencia de Franco y de Juan Carlos en los desfiles militares y otros actos protocolarios transmitieron una imagen de interinidad del pretendiente que hizo creer a la oposición clandestina que a la muerte del dictador seguiría rápidamente el cambio de Régimen. Pero nada de eso sucedió. Después de hacer visible su pleitesía al Imperio en Washington, el nuevo rey empezó a ceder algunas de las omnímodas parcelas de poder que acumulaba el difunto dictador. Y fue entonces que se produjo el fallido golpe de Estado del 23-F de 1981, que le permitió presentarse ante el público, vestido con uniforme de Capitán General, como el hombre que paró la asonada militar y trajo de verdad la democracia a España.

A partir de ese momento, descubrimos que el rey era un hombre simpático, que gustaba de circular en moto por las atestadas calles de la capital del Estado. Fue entonces que empezamos a tener noticia de una serie de accidentes domésticos solo explicables en un atolondrado. En un país acostumbrado a quitarle importancia a todo lo importante y casi ninguna a los asuntos de mayor enjundia, la campechanía del monarca gozaba de bula. Hasta que le entró el capricho de matar a un elefante, y de fotografiarse muy satisfecho delante de su cadáver portando un fusil de caza mayor. A partir de ahí, la buena suerte se acabó. Las operaciones quirúrgicas se sucedían para apuntalar un esqueleto ya muy averiado. Asimismo, trascendió que mantuvo durante años a una pseudoprincesa alemana en un pabellón de caza del recinto de El Pardo con la que había querido casarse, previo divorcio de la reina Sofía. Y como mejor remedio para congraciarse con la opinión pública puso cara de niño bueno y lanzó un mensaje que se hizo famoso muy pronto: “Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a suceder”. La prédica no resultó y aún se puso peor cuando la prensa destapó el escándalo de sus fraternales negocios de intermediación financiera con los jeques árabes. Y tan mal debió de ver el futuro de la restaurada (por Franco) dinastía borbónica que acabó por abdicar en su hijo Felipe VI. Ahora reside en Abu Dabi y se traslada de cuando en cuando al Club Náutico de Sanxenxo para regatear por la hermosa ría de Pontevedra.

En cuanto a la idoneidad de Juan Carlos de Borbón para heredar a Franco, no hay mucho que opinar ni que oponer. Se puede recibir en herencia una dictadura y acabar invirtiendo lo más valioso en una democracia. Aunque también podría suceder lo contrario.

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