Opinión | De un país

Montaigne, el alcalde

Ocurre con Montaigne que es siempre actual. Pese a la general pasión presente por el yo, por la constante autorreferencia que marchita cualquier diálogo, Montaigne nos gusta porque sus escritos, que básicamente hablan de él, tienen la paradójica cualidad de interpelarnos, de dirigirse a nosotros. Encontramos referencias de su autoridad en las cartas del conde de Gondomar y Francis Bacon, en los albores del siglo XVII, y en los autores de nuestro tiempo, de Finkielkraut a Jorge Edwards o Savater. Y es que Michel de Montaigne, el señor de la Montaña, aparece allí donde el individuo reclama un espacio propio, su independencia y la libertad; en las antípodas de los sistemas filosóficos, las ideologías o los dogmatismos: todo eso le fatiga, no va con él.

La torre donde se encerraba para escribir en soledad sus Ensayos, abre aún hoy unos pocos huecos que le invitarían a alzar la vista de los libros y la escritura, no para interesarse en la administración de su solar rural, sino para soñar, dejar volar el pensamiento y también gozar de las inmediatas, suaves colinas de Saint Emilion cuajadas de vides. El torreón de Montaigne simboliza ese espíritu independiente, bien asentado en la tierra, pero un poco elevado sobre las contingencias diarias, miserias y pasiones. André Gide nos indica que en él la idea de humanidad domina con mucho a la de patria y que Montaigne nunca fue muy querido por los hombres de partido, a quienes, en correspondencia, él tampoco tomaba en demasiada consideración.

Fuera por esta independencia de criterio o por el buen sentido del mismo, los vecinos de Burdeos vieron en él a la persona adecuada para gobernarlos —en dos mandatos— desde la alcaldía de la ciudad comercial en las orillas del plácido Garona. Montaigne dejó en los Ensayos diversos apuntes sobre esta experiencia edilicia. No será ocioso recordar, en estas fechas, que “todas las acciones públicas están sujetas a inciertas y diferentes interpretaciones, porque demasiadas cabezas las juzgan”. Una advertencia para políticos noveles y una implícita vindicación de las opiniones ajenas, de la libertad para expresarlas.

Montaigne no fue un alcalde apegado al cargo ni se atribuyó especiales méritos: “Debo mis éxitos más a la gracia de Dios que a mi acción”. Tampoco oculta su agudeza: “he superado lo que había prometido porque prometo un poco menos de lo que espero obtener”. Y en la hora de la despedida del cargo, apuntó: “Me aseguro de no haber dejado ni ofensa ni odio; ni he pretendido dejar añoranza y deseo de mí”.

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