Opinión

Un largo y cálido verano

El verano ha llegado de repente y ha pillado desnuda a la buganvilla. Ha tenido que ponerse a echar hojas y flores a toda prisa. Ramas urgentes, apresuradas, lanzadas hacia lo alto con la ferocidad de lo recién nacido, para poder darme una breve sombra.

La poda fue tardía, nadie previó que se nos vendría encima el verano a mediados de abril. Abril, el de las aguas mil, ya no hace honor a sus refrancillos. Ya no es el lluvioso que venía tras el marzo ventoso y que nos traería un mayo florido y hermoso.

La vieja frase de “el tiempo está loco” ahora adquiere total carta de veracidad. Más bien podríamos decir que lo hemos vuelto loco nosotros con nuestro descuido, nuestra ambición ilimitada, nuestra falta de mesura. Hemos esquilmado el planeta, lo hemos destrozado, y ahora vamos a pagar las consecuencias de no haber entendido jamás que somos parte de él y todo lo que hagamos en su contra lo es en nuestro propio perjuicio.

Así, el verano ha llegado y no parece que vaya a marcharse, dicen los expertos, que están siempre diciendo cosas que dan miedo. El verano ha llegado y nos ha pillado desprevenidos, como a la buganvilla. Con la ropa de abrigo todavía colgando de las perchas y la de verano aún guardada en el fondo del armario.

Más de una vez he escrito sobre esto, porque no es un asunto nuevo. He dicho en alguna ocasión que moriremos de verano, de un largo y cálido verano, que era el hermoso título de aquella película en la que Paul Newman dejó de ser solo un chico guapo apoyándose en relatos de William Faulkner.

Por aquí, por este sur que habito y que me habita, un cura ha pedido sacar el santo en procesión para rogar que llueva. No recuerdo cuánto tiempo hacía que no leía una noticia sobre esto. Cunqueiro refería a veces una historia ocurrida en Alemania, donde durante un verano y un otoño no llovió ni una gota, con la consecuente desazón de la población. Pero un soldado de las fuerzas americanas que estaban destacadas por allí (debió ser poco después de la Segunda Guerra Mundial) se ofreció para traer la lluvia. Era de nación sioux. Con la luna en menguante, se colocó en el centro de la plaza de un pequeño pueblo de la comarca y bailó la danza sioux al dios de la lluvia. Cuentan que no bien la terminó, aparecieron unas grandes nubes y comenzó a llover.

Pero ya no quedan indios sioux que sepan la danza de la lluvia, solo queda el calor, el verano eterno, y esta buganvilla que revienta de flores sin saber que quizás, en breve, no haya una gota de agua para una última flor.

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