Opinión | Inventario de perplejidades

El quinto entierro de José Antonio

Los que hemos nacido tres años después de que terminase la guerra civil española y tres años todavía para que concluyese la Segunda Guerra Mundial, tenemos una idea muy borrosa de los personajes que protagonizaron aquel tiempo. Justamente, el que transcurre entre el final de los años treinta y el principio de los cuarenta, que son un compendio de las mayores atrocidades que puede cometer un ser humano.

De Francisco Franco nos queda la figura de un hombre zalamero, astuto, de voz atiplada, un bigotito cursi un sí es no es chaplinesco y una tendencia inocultable a echar barriga. De José Antonio, un hombre joven, de buena familia, frente despejada, ojos grandes y cariñosos, y seguramente buen orador, sabemos que fundó Falange Española, un partido fascista, al gusto de la época, cuya teoría política se resumía en la dialéctica de “los puños y las pistolas”.

Franco Bahamonde y Primo de Rivera (este último involuntariamente) fueron la pareja ideal del totalitarismo reaccionario español, también conocido por nacionalcatolicismo, dado el preponderante papel que ejerció la Iglesia Católica en la construcción de la Dictadura y del Movimiento inmóvil. En realidad, de los dos cuadros que decoraban la entrada de las instituciones públicas, solo el del general ferrolano respondía a la existencia de un ser vivo, ya que el otro era el de un ente fantasmal al que se suponía depositario de las “eternas esencias”. Y el único que nos podría guiar con seguridad “por el imperio hacia Dios”, que era como las huellas del santo Grial que anduvo buscando por la montaña de Montserrat el dirigente nazi Joseph Goebbels (han pasado muchos años de aquello, pero quién nos dice que con la marcha de los restos de Franco Bahamonde y de Primo de Rivera del Valle de los Caídos no se desatan fuerzas telúricas de enorme potencia contra los profanadores).

La utilización política de José Antonio por Franco fue una inmoralidad que llevó a muchos a creer que el abogado jerezano fue uno de los pilares del golpe de Estado del 18 de julio, de la guerra fratricida, y de la ominosa dictadura que les siguió. De hecho, José Antonio fue fusilado el mismo día 19 de julio que comenzaba la asonada militar en diversos lugares de España, en cumplimiento de una sentencia por rebelión dictada por un tribunal popular republicano.

No faltan historiadores que se hayan hecho eco de la rumoreada tesis sobre un supuesto rechazo de Franco a un intercambio de prisioneros (para evitar a un seguro rival en la lucha por el liderazgo del bando faccioso).

Divagamos sobre todas estas cosas a propósito de la exhumación de los restos mortales de José Antonio y de su traslado a una tumba en el cementerio madrileño de San Isidro. Ese fue el quinto entierro que sufrieron, los dos primeros en Alicante. El siguiente, ya concluida la Guerra Civil, desde Alicante a San Lorenzo del Escorial, que es donde entierran a los Reyes de España. El ataúd fue llevado a hombros por falangistas que se relevaron continuamente durante los diez días que duró el viaje. En el cortejo fúnebre tampoco faltaron antorchas, salvas de cañón y repique de campanas. Un decorado espectacular al estilo inequívocamente fascista. Hitler y Mussolini enviaron sendas coronas de pésame.

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