Opinión | De un país
La fiebre del clima
El calor, la ausencia de lluvias y las sequías son fenómenos instalados ya en nuestras vidas. El consenso mayoritario de los científicos no deja lugar a demasiadas dudas. La actividad humana, en nuestros menores gestos, no hace sino avivar las llamas de este calentamiento acelerado y global. La rápida sucesión de fenómenos climáticos extremos aumenta el desasosiego con nosotros mismos y el desacuerdo con quienes, por convencimiento o espíritu de contradicción, no comparten el pesimismo sobre la fiebre del clima, aunque la sufran en igual medida.
Es complicado, sin riesgo para la consideración sobre nuestro buen juicio, explicar desde lo particular el contexto general y desescalar de la teoría general al apunte particular. Que llueve menos que en el pasado —y que cada cual coloque el horizonte del retrovisor donde más le convenga— parece una obviedad, una cuestión indiscutible.
Antes, pongamos cuarenta años, en Galicia empezaba a llover al finalizar la vendimia y no paraba hasta la Ascensión. Llovía más días y lo hacía con más intensidad; de hecho, llovía casi siempre, era la normalidad climatológica. Hoy, en el sur de nuestro pequeño país, la lluvia es casi noticia y el frío —con la notable excepción de A Limia— una mera referencia cultural; también en Compostela, un ecosistema que muchos considerábamos más acuático que terrestre —el fondo de un gran delta alimentado por la lluvia constante, el Sar y el Sarela, el Ulla y el mar crecido de los poetas de Arousa—.
Admitiendo lo relativo de las predicciones climatológicas en Galicia —nada que ver con lo inapelable de una sentencia de 39 grados centígrados en Sevilla, Madrid o Bilbao—, bien sea por nuestra expuesta ubicación frente al impredecible océano o por los particularismos de nuestros microclimas parroquiales, no debe admitir disputa que el sol que ilumina la mayoría de nuestras jornadas lo hace con una virulencia inhospitalaria, como si los rayos se precipitaran verticales y cortantes como láser de quirófano.
Hace pocas jornadas se daba cuenta del prometedor futuro que se abre a los dermatólogos. Ellos, la industria de protectores solares, los fabricantes de los sombreros panamá y los propietarios de las tabernas umbrías con aire acondicionado se frotan las manos, ayudando, de paso, al calentamiento global. El tiempo ha dejado de ser un recurso para la conversación con las gentes del campo o con los vecinos en el ascensor: es ya el desahogo de un malestar. Algo inhabitual e intratable se nos viene encima y empezamos a comprobar lo frágil e insignificante de nuestra condición.
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