Opinión | Shikamoo, construir en positivo

¿Impunidad al volante?

Estoy ya cansado, queridos y queridas todos, de la impunidad en la carretera. Al volante, quiero decir. Y no me refiero solamente a las grandes y singulares infracciones en las que todos pueden estar pensando ahora, quizá con su exponente máximo en la conducción en sentido contrario en vías de alta capacidad o en la mezcla de alcohol, drogas y conducción. Todo ello es execrable, y creo debe ser perseguido mucho más de lo que hoy se hace. Pero hay también otra impunidad, más de perfil bajo pero igualmente peligrosa, que casi parece estar tolerada en el día a día. Y que, por repetitiva, cansa y decepciona.

Y es que, miren, ya les he comentado muchas veces que paso a diario por túneles de vías rápidas limitados a noventa kilómetros por hora, donde les aseguro que muchos de los usuarios rebasan en veinte, treinta, cuarenta o más kilómetros por hora tal punto de consigna. Conduzco en vías urbanas, limitadas a cincuenta kilómetros por hora, donde mi rigurosidad en el cumplimiento de la norma llega a exasperar a quien no duda en adelantarme rebasando la línea continua mientras pita o hace luces. Y viajo por carretera asistiendo atónito a adelantamientos imposibles, con doble línea continua y escasa o nula visibilidad. Y nunca, hasta ahora, se ha dado la casualidad de que tales comportamientos fuesen detectados y corregidos, y que, consecuentemente, pudieran ser evitados en el futuro. Es un continuo y agotador quebrantamiento de una norma que, se supone, nos afecta a todas y a todos. Y cuyo cumplimiento, entonces, debería ser meridiano.

Pero no, en este país del sur de Europa ha cuajado la creencia de que una cosa es aquello de lo que nos dotamos para el bien común, y otra la libre interpretación de ello. Libre, digo, pero debería decir también interesada. ¿Que me interesa? Pues lo cumplo o lo exijo. ¿Que no me interesa? Pues entonces me hago el sueco, miro para otro lado y entiendo que ese disco de cincuenta o de noventa no es para mí. Pero sí, oiga, claro que es para usted también. Y para el otro, y el otro, y se supone que para todos, independientemente de la potencia de su coche y de lo que se haya gastado en él.

Pero tal sensación de impunidad debe de ser el caldo de cultivo imperante, digo yo, cuando en ese tipo de dinámicas caen, presuntamente y según las diligencias de la Guardia Civil al que aluden los medios estos días, hasta peces gordos de esos que se supone que cuidan lo de todos... Personas que no tienen reparo en explicar que si iban a doscientos quince kilómetros por hora en un tramo limitado a ciento veinte, en un vehículo oficial de la institución a la que representan y por cuya dignidad se supone que velan, es por un mero despiste, al que no hay que dar mayor importancia. Porque, total, de ciento veinte a doscientos quince hay un tris, y aquí paz y después gloria... ¿De risa?

Pues no. Es un dislate la conducción a semejante velocidad en nuestra red viaria, fuera de tramos cerrados y señalizados y habilitados temporal o permanentemente para tal fin. Y es también un presunto delito, en caso de ser confirmado, que puede ser tramitado por lo penal, mucho más allá de una mera sanción administrativa. Por eso no sólo es necesario sino indispensable purgar tal tipo de comportamientos, especialmente cuando no hay mayor explicación ante semejante acción que querer reírse de todos, hablando de normal despiste y sin asumir, verdaderamente, responsabilidades. La carretera es una actividad peligrosa, en la que buena parte del trabajo para frenar la mayúscula estadística de víctimas en ella tiene que ver con la prevención. Y si un equipo de ingenieros ha diseñado las velocidades de la vía de una manera o de otra esto tiene que ver con tal lógica de anticiparse a los posibles riesgos de colisión o de salida de vía, o a otros elementos no menos importantes, como la reducción del ruido o de la contaminación.

La norma en la carretera hay que cumplirla. Y, si no estamos de acuerdo con ella de forma fundamentada, tenemos los naturales mecanismos para llamar la atención sobre aquellas limitaciones o imposiciones que no nos parezcan acertadas. Pero lo que no podemos hacer es saltárnoslas y, además, tener actitud agresiva contra los conductores que sí lo hacen. Y si digo esto es porque lo he padecido más de una vez en mis setenta u ochenta mil kilómetros al año desde hace décadas, a veces incluso por profesionales que conducen camiones con nulo cuidado y enorme peligro.

Es fundamental reducir la sensación de impunidad. De que puedes hacer casi lo que quieras, incluso con publicidad en la radio de compañías que se jactan en recurrir las multas con éxito, o hasta de aplicaciones que te avisan de dónde está un radar. Hay que entender que el accidente, una vez producido, no tiene vuelta atrás, y que muchos de los episodios enormemente luctuosos que nos suceden se podrían haber evitado teniendo otro tipo de relación con el trinomio velocidad, alcohol y sustancias psicotrópicas. Y que más vale la pena bajar la velocidad, en caso de duda, que conducir como quien tira una piedra, y pretender llegar siempre el primero al precio que sea, pisando a los demás si es necesario, incluso pensando que es divertido.

La vida es lo primero. Y, en la conducción, todo tiene que estar condicionado a su preservación. Por eso son importantes los límites, el cuidado del otro y el cumplimiento de la norma colectiva. Seas presidente de una Diputación o no.