Opinión
El voto y el pensamiento libre
Circula por la red una entrevista de Jordi Évole al profesor José Luis Sampedro, cuyas reflexiones más relevantes en relación con el tema que voy a tratar son las siguientes.
Comienza diciendo Sampedro que para que pueda haber una democracia, tiene que haber demócratas. Y que para ser demócrata hay que tener libertad de pensamiento. Añade Sampedro que, sin embargo, toda la educación que nos dan va contra la libertad de pensamiento. Si usted no tiene libertad de pensamiento —dice él—, la libertad de expresión no tiene ningún valor. Porque si lo que usted está expresando es lo que le han dicho que diga, eso no tiene ningún valor personal. Deberían educarnos —agrega— para pensar por nuestra cuenta, para razonar por nuestra cuenta, y para arriesgarnos por nuestra cuenta, y que cada cual sea quien es. Cuando hablo con los ciudadanos —concluye Sampedro— siempre les digo: reeducaros, y además reeducad a la gente. Pero estamos educados para no tener independencia y para ser sumisos y buenos borregos.
A esa falta de pensamiento propio y su sustitución por otro uniformizado se refería también Ortega y Gasset en la lección Cambio y crisis, que forma parte de su obra En torno a Galileo, la cual describió en 1933 lo que el filósofo denominó “la ajenidad del pensamiento” con las siguientes palabras: “Mis opiniones consisten en repetir lo que oigo decir a otros. Pero ¿quién es ese o esos otros a quienes encargo ser yo? ¡Ah! Nadie determinado; ¿quién es el que dice lo que se dice?... ¡Ah! Pues la gente... La gente es un yo irresponsable, el yo de la sociedad–o social. Y al vivir yo de lo que se dice, y llenar con ello mi vida, he sustituido el yo mismo que soy en mi soledad por el yo-gente que he hecho ‘gente”.
Pero volviendo a José Luis Sampedro ¿está propugnando que solo voten los preparados, en lugar de la generalidad de la ciudadanía con independencia de su grado de formación? O, dicho de otro modo, al exigir que el votante piense por su cuenta ¿está proponiendo el citado profesor la llamada “epistocracia” (el gobierno de los que saben, cuyo significado vendría del prefijo griego “episteme”, que significa conocimiento, y el sufijo también griego “cracia”, que significa gobierno). Sistema que habrían insinuado ya Platón o John Stuart Mill, y que habría perfeccionado recientemente el filósofo y profesor en la Universidad de Georgetown, Jason Brennan, en su último libro, Against Democracy (Contra la democracia), publicado entre dos acontecimientos que habrían reforzado su tesis: el sí al Brexit y la victoria de Donald Trump. Y ello porque ambos resultados habrían invitado a más de uno a preguntarse si el sufragio universal no es una absoluta temeridad.
Creo sinceramente que el profesor Sampedro no defendía en modo alguno la “epistocracia”, sino, en el marco de la democracia, solamente el voto informado resultante de una educación que nos prepare para pensar por nosotros mismos y no actuar como borregos. Por otra parte, a mi modo de ver, la epistocracia, que no pocos consideran un sistema superior a la democracia misma, no deja de suscitar interrogantes. Así, ¿quién decide cuándo se alcanza la preparación (qué grado y tipos de conocimientos) necesaria para votar? Si la clave del sistema de la epistocracia es el conocimiento, y se tiene en cuenta que no todos los ciudadanos preparados tienen un nivel uniforme de conocimientos, ¿le damos el mismo voto a los que saben más que los otros? Y si teniendo en cuenta lo que antecede se concluye que el voto debe ser desigual, de modo que los que saben más tienen más votos ¿quién establece los baremos?
Sentado que el profesor Sampedro no defiende la epistocracia, sino solo que el voto tiene que ser libre e informado, ¿cuándo se llega a tener ese pensamiento que conduce al voto responsable? La respuesta es clara, aunque no resuelve mucho: siempre que el sentido del voto presuponga un cierto grado de reflexión que le sirva de fundamento. En el momento actual, tras 44 años de democracia, una buena parte de los votantes suelen tener decidido el sentido del voto y los menos todavía no. En el primer caso, el votante ya ha escogido en firme un determinado partido o una coalición y seguramente por razones ideológicas. Pero ya influyan más las emociones o la razón, o ambas por igual, lo relevante es que el votante apenas tiene dudas: elige siempre la opción con la que está identificado. Se trata de un voto fidelizado.
Hay veces, en cambio, en que el votante está indeciso: tiene dudas sobre cuál debe ser el destino de su papeleta. En estos supuestos, es cuando se corre el riesgo de que el voto obedezca a influencias externas y que no sea tanto de un voto reflexivo y razonado como de un voto por “aluvión”: el votante, lejos de conformar independientemente su decisión, se alinea con lo que le dicen los medios que tengan más influencia en él.
Pero ¿se puede afirmar actualmente que la creciente falta de formación a las que nos vienen sometiendo algunos políticos ha borrado ya el pensamiento crítico en una amplia capa de la ciudadanía? No es fácil responder a esta pregunta. Pero vistas algunas reacciones en las últimas convocatorias electorales no creo equivocarme si digo que hay menos voto aborregado de lo que parece. Sobre todo, si reservamos la expresión “voto aborregado” para el voto indeciso que se decanta por la influencia de los medios.
Lo que estoy diciendo es que el voto decidido y firme es para la derecha o la izquierda y que el voto indeciso puede caer hacia un lado o el otro. Pero el motivo que determine la decisión del votante podrá ser la valoración crítica que haga de la actuación del partido en la legislatura anterior o la influencia que tengan en él los medios de comunicación y su propia conveniencia. Este último voto sería realmente el “aborregado”.
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