Opinión | Inventario de perplejidades

Sobre basura y capitalismo

Recoger, almacenar, clasificar, reutilizar, con una finalidad ecológica, los millones de toneladas de basura que produce a diario la sociedad de consumo debería de ser una tarea de obligado cumplimiento en las naciones más avanzadas. Y un castigo en aquellas que no disponen de los medios, ni del nivel de información necesario para comprender su importancia última. En la cola de los Estados llamados “fallidos” o “menesterosos”, se da el caso de aquellos que se ofrecen a servir de vertedero de las basuras ajenas. Que no son solo deshechos de comida, de ropas, de botellas de cristal o de plástico, de cartones, de piezas mecánicas, de automóviles desguazados, de medicinas y de toda suerte de líquidos potencialmente peligrosos por contaminantes.

Cada cierto tiempo, los medios nos ofrecen visiones apocalípticas sobre islas de basura flotante que las corrientes marinas han ido acumulando sin que la ONU haya sido capaz de organizar una coalición contra la basura, al modo de cómo se montan en un periquete coaliciones militares para llevar gente al matadero.

Afortunadamente, el capitalismo ha sabido encontrar en la basura una fuente de negocio, muy rentable y muy segura. Un sector al que, en las páginas salmón de un importante periódico, se le valora “por generar ingresos constantes y por la gran demanda de exigencias medioambientales”. Esa solidez financiera ha propiciado la presencia en FCC de tres grandes inversores, empezando por Carlos Slim, tan vinculado a Galicia y Asturias, que fue el rescatador de una compañía al borde del colapso. Los otros dos socios principales son Esther Koplowitz y Bill Gates, que no necesitan presentación. En España han firmado contratos con las ciudades de Madrid, Zaragoza, Vigo, Badajoz, Salamanca, Girona, o Albacete.

La recogida de las basuras tardó bastante en considerarse como un servicio imprescindible. Ya vestía el que esto escribe de pantalón largo cuando la recogida de basuras a cargo del Ayuntamiento se hacía con un carro de caballo blanco trotando alegremente por las calles.

Claro que, mucho más deprimente era el espectáculo de las bolsas de basura lanzadas desde las ventanas hasta despanzurrar su mal oliente contenido en las aceras.

En la ciudad donde residía, un enorme vertedero se vino abajo y el corrimiento de mierda sepultó a un ciudadano del que nunca más se supo. El alcalde de entonces desvió su hipotética responsabilidad prometiendo un proyecto de aprovechamiento del gas que expulsaba la montaña de mierda para el alumbrado público. Lógicamente, la ingeniosa iniciativa no prosperó.

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