La Opinión de A Coruña

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Myriam Albéniz.

Rara vez escribo sobre política

Rara vez escribo sobre política. Por lo tanto, apelo a que se considere este artículo como otro desahogo personal, pues no es el primero que coincide con el pistoletazo de salida de una campaña electoral. Dadas las circunstancias, no he tenido más remedio que blindarme psicológicamente de nuevo ante la que se avecina, aunque, visto lo visto, sospecho que tampoco me va a servir de nada. Ni los ejercicios de respiración, ni los tapones para los oídos, ni el apagón informativo contribuirán al resultado deseado. La antiestética pegada de carteles, unida a los cansinos reportajes en prensa, los recurrentes anuncios radiofónicos y las insoportables tertulias televisivas me volverán a sumir en la más profunda negritud. Enfrentarme a tal sobredosis de despropósitos me aboca cíclicamente a la búsqueda de algún paraíso perdido en el que nuestros actuales representantes públicos tengan reservado el derecho de admisión, incluido su bochornoso idioma, el politiqués, que ni ellos mismos son capaces de descifrar. Encontrar a alguno que se exprese de modo inteligible y aporte ideas originales constituye una ardua labor no exenta de riesgo, dado que suelen abonarse a la ausencia de imaginación, al uso de obviedades y, últimamente, al enfrentamiento verbal más bajuno y desolador. Mientras tanto, carentes al parecer de aptitudes para alcanzar acuerdos, nos bombardean sin piedad con desvaríos del tipo “desde el minuto uno vamos a poner negro sobre blanco nuestras líneas rojas para establecer una hoja de ruta”. Y todo así…

A partir de ahora, pues, cambiaré mi itinerario habitual hacia el trabajo para no coincidir en el trayecto con ningún candidato o candidata sonrientes que se afanen en convencerme de las ventajas de su oferta. Por fortuna ocupo una franja de edad intermedia, lo cual me libera de que, o bien me pellizquen en los mofletes, o bien me suelten uno de sus ardientes discursos mientras echo la partidita en alguna residencia de mayores. Salvado el escollo inicial del encontronazo no deseado, colisionaré a buen seguro con más de una valla de publicidad y, amparada en la afortunada tesitura de hallarme sola y, por ende, inmune a ser tachada de ordinaria, comenzaré a proferir una sarta de exabruptos irreproducibles a través de estas líneas. Sin embargo, más pronto que tarde, no me quedará más remedio que tomar una decisión, aunque sólo sea para continuar dando ejemplo a la carne de mi carne. Y, también para no variar, convendré que, aunque mi voto sea un gota de agua en medio del Atlántico, es mío y no estoy por la labor de desperdiciarlo porque, pese a todo, la participación es sinónimo de responsabilidad y de defensa de la democracia.

Lo más probable es que, fiel a mi estilo, ponga mis principios y valores a salvo de la mediocre oferta cuatrienal de quienes, a la diestra y a la siniestra, llevan legislaturas y legislaturas defraudándome, esos irrespetuosos aspirantes que toman por tonto al cuerpo electoral cuando afirman que no es viable saber de antemano con quién pactarán en cuanto acabe el recuento de voluntades y que defienden, pero siempre a balón pasado, las bondades de la tan discutible democrática aritmética.

Estoy saturada de ministros de toda sigla sin categoría, de diputados que perciben miles de euros mensuales sin siquiera acudir a un mínimo de sesiones parlamentarias, de listas cerradas a cal y canto que albergan a imputados y hasta a condenados, de responsables del hundimiento financiero que siguen mirando a la ciudadanía que les rescató por encima del hombro, de magistrados supuestamente prestigiosos que obedecen sin rechistar las consignas de quienes les nombraron y de periodistas insensatos que se dedican a apagar fuegos con gasolina para elevar los porcentajes de audiencia de sus programas. Llevo demasiados años soportando la falacia de que, en alguna medida, yo también soy culpable de las sucesivas crisis que padecemos, con independencia de su naturaleza. Así que ya sólo aspiro a que, sea cual sea el próximo escenario resultante, no se le ocurra a nadie señalarme con el dedo y espetarme que tengo lo que me merezco. Porque por ahí no paso.

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