Opinión | Caleidoscopio

Hablar de más

Leo en la prensa argentina que el periodista y escritor Juan Cruz, el culpable de que yo escriba en este periódico, terminó su intervención en la Feria del Libro de Buenos Aires con esta declaración: “Disculpen cualquier cosa que haya dicho que los pueda haber llevado a pensar que soy un bobo”. Todo un gesto de reconocimiento de que cuando se habla mucho uno corre el riesgo de decir cosas impropias o de que se le malinterpreten la intención o las palabras.

Desde hace un mes no hago otra cosa que hablar, ya sea a través de la prensa ya sea para el público asistente a las presentaciones de la novela que acabo de publicar y cada vez me persigue más el temor de estar diciendo bobadas o de que como tales se interpreten algunas afirmaciones mías dichas sin mala intención, al revés. Mientras más habla uno más se arrepiente de hacerlo, sobre todo a la vista de algunas reacciones. Porque no basta con expresarse y decir con respeto tus ideas, hace falta que el que te escucha o te lee entienda lo que has querido decir o advierta tu verdadera intención al hacerlo.

No pondré ejemplos por no citarme a mí mismo, que no está bien, pero estos días he comprobado de nuevo que no basta con expresarte con precisión, hace falta que tu interlocutor te escuche y lo haga con buena disposición también. Pero parece que eso no siempre se da, que entre los recipiendarios de tus palabras los hay de todos los tipos, ideas y sensibilidades y que lo que tú has dicho se interpreta de una manera u otra en función de quién sea el que te escucha o te lee. Y luego están las ideologías, las inquinas y los odios, que dificultan aún más la escucha desprejuiciada y correcta. Si esto sucede con los escritores, qué no sucederá con un candidato político de los miles que en estos días hablan y hablan sin parar cumpliendo con su cometido en una campaña electoral como la que estamos viviendo los españoles.

Hablar más de la cuenta parece una condena inevitable para algunos en estos días, obligados a llenar los mítines de promesas y los debates electorales de verborrea que contrarreste la de sus opositores, condenados también a la misma pena de hablar y hablar para llenar los medios de comunicación de frases originales o llamativas. Se trata de atraer la atención de los electores y en ese empeño cualquier discurso se queda corto como se quedan cortos los de los escritores hablando de sus libros, los de los cineastas hablando de sus películas, los de los periodistas hablando de sus periódicos y así sucesivamente. Quien más, quien menos, todos hablamos más de la cuenta y, lo que es peor, los hay que no son conscientes de ello. No solo ocurre entre los políticos, entre los ciudadanos comunes pasa también.

Que uno repare en ello es, no obstante, el primer paso para empezar a tomarse en serio el silencio como objetivo, si no de modo completo, sí en algún grado que haga más sobrellevable el riesgo de decir lo que no se quiere decir o de que, diciéndolo bien, se interprete mal ya sea por equivocación ya sea intencionadamente como a menudo sucede por lo que se puede ver en las redes sociales o en los comentarios de calle o de bar. La frase de mi amigo José Ángel, un ganadero y trabajador de estación de esquí de mi tierra, cada vez que su antigua pareja le corregía al hablar: “¿Por qué no será uno mudo?”, se me presenta como un ideal en estos días en los que tanto hablo por obligación.

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