Opinión

Albert Soler

Mi voto vale dos cañas, hagan juego

El fraude electoral es una tradición muy nuestra, tan nuestra que me resisto a llamarle fraude. Ya hace más de un siglo llegó hasta el Congreso el escándalo de votantes que, según se averiguó, llevaban tiempo muertos. Julio Camba, entonces cronista parlamentario, defendió en un artículo en España Nueva el derecho a voto de los muertos, pues aseguraba —y razón tenía– que son quienes votan con más independencia, puesto que a un muerto no se le puede comprar. Además —añadía— que un muerto se moleste en levantarse de buena mañana un día de elecciones para ir a depositar su voto, es toda una lección de civismo y de democracia.

De la necesidad, virtud

Por desgracia, los avances técnicos hacen imposible que los muertos puedan hoy votar tan fácilmente como hace un siglo. Como mucho, sale de vez en cuando la noticia de algún difunto que sigue cobrando su pensión desde el más allá, gracias a un hijo previsor que se beneficia del subsidio del finado. Quién se lo va a recriminar después del arduo trabajo de falsificación. Pero de votar, nada, eso se acabó. Ahora bien, en este país se encuentran siempre soluciones, hacemos de la necesidad virtud: si no pueden votar los muertos, se puede comprar el voto de los vivos, el caso es acumular votos, tanto da de dónde provengan o cuánto cuesten.

En Mojácar el voto se cotiza a 200 euros, aunque es probable que en otras poblaciones sea más caro, no se sabe a cuánto va el quilo de sufragios en Albudeite y La Gomera, otros sitios de comercio de democracia, más los que todavía desconocemos. El voto es uno de esos bienes cuyo precio varía de un lugar a otro, incluso de un momento a otro, sin que se sepa muy bien a qué es debido. O sea, que si se encarece lo mejor es culpar a la guerra de Ucrania, como hacemos con cualquier otro producto del mercado. Depende también de las necesidades del vendedor, yo, por ejemplo, vendería mi voto simplemente por un par de cañas en el bar Cuéllar, venga señora, que me lo quitan de las manos.

Hay que desdramatizar la compraventa de votos. Al fin y al cabo, el político que entrega dinero a cambio del voto ya da mucho más que la mayoría de candidatos, los cuales prometen mucho y no dan nada. Por una política de honradez, basta de promesas vacías: a quien me vote, yo le doy ahora mismo 200 euros. No hace falta ni esperar a ver si salgo elegido.

Ese es un político íntegro, mucho más que el que, a cambio del voto, promete una republiqueta catalana y a la primera oportunidad, se larga sin mirar atrás a vivir de la sopa boba. O que la que promete una ley para proteger a las mujeres y lo que hace es rebajar las penas a los condenados por violación. Los políticos deberían limitarse a comprar votos, una actividad mucho menos peligrosa para los ciudadanos que intentar llevar a cabo sus proyectos.

Fiesta de la democracia

Mirabeau no concebía que nadie votara a nadie, como no le emborracharan o le dieran cinco duros, que, al cambio y puestos al día, deben ser esos 200 euros. Emborrachar a alguien saldría bastante más barato que darle 200 euros, y además le llaman fiesta de la democracia, dónde se ha visto una fiesta sin alcohol, pero existe el peligro de que, en el momento crucial, se confunda de papeleta o ni siquiera acierte con la ranura. O peor todavía, que vomite sobre la sagrada urna, invalidando todos los votos que ya estaban en su interior y que sus buenos dineros nos habían costado, 200 euros cada uno, echen cuentas.

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