Opinión | Crónicas galantes

La ciudadanía no tiene color

Dos chavales de paseo por Madrid son entrevistados por un reportero de los que salen a la calle para hacer preguntas al azar sobre esto y lo otro. “¿De dónde sois?”, inquiere el del micrófono. “De Galicia”. “Ah, tenemos aquí a dos galegos”, explica a cámara este último antes de pasar a la entrevista.

El vídeo no tendría ni tiene nada de particular, salvo por el dato anecdótico de que uno de los amigos es blanco y el otro negro. Los dos se expresan con la misma profundidad de acento gallego, detalle que —como debiera ser natural— no llama en modo alguno la atención del entrevistador. Tampoco la de los entrevistados, obviamente.

A pesar del carácter informal y algo jocoso de la entrevista, el reportero no hace alusión al color de la piel del gallego de tez más oscura ni, por supuesto, intenta bromear sobre el asunto. Los españoles, o al menos los más jóvenes del censo, se están volviendo gente de lo más normal, por lo que se ve.

Parecería que no es así, si uno juzga por el arisco clima de insultos y pasiones más bien bajas que caracteriza a las pendencias entre políticos en España: mayormente, en fechas preelectorales como estas. Partidos hay que no paran de alertar a voces sobre las desgracias que traerá al país la “invasión” de inmigrantes sarracenos y subsaharianos.

Algunos refunfuñaron ya en las últimas Olimpiadas, cuando atletas de color (oscuro) ganaban medallas para España. Les extrañó particularmente que una de ellos, Ana Peleteiro, hablase en un español con fuerte acento gallego ante las cámaras y recurriera incluso a su otra lengua natal para expresarse en las redes sociales. Se conoce que una negra española que habla en gallego no acaba de encajar del todo en el concepto de españoles de bien.

No va a ser fácil que estas gentes del Ancien Regime, (quizá no muchas, pero sí muy ruidosas), entiendan la ciudadanía como la voluntad de pertenecer a una comunidad política basada en derechos y valores democráticos. Mucho más arduo aún sería hacerles entender que la inmigración es necesaria desde el prosaico punto de vista de la economía. Alguien tendrá que desempeñar los trabajos que la declinante natalidad del país no alcanza a cubrir, como de hecho ya está sucediendo.

Simplemente, el fenómeno inmigratorio llega a España con retraso, como casi todo en este país. Ahora comienzan a surgir las primeras generaciones de hijos de inmigrantes, tan habituales desde hace años en Francia, Alemania y otros de nuestros socios en el próspero club de la Unión Europea.

Son españoles indistinguibles de los autóctonos, salvo por el color de la piel, quienes más pronto que tarde van a representar un notable porcentaje de la población. Baste saber que uno de cada tres niños que nacen en España es hijo de extranjeros: proporción que se eleva a más del 50 por ciento en algunas localidades de Madrid y Cataluña.

Los dos amigos, blanco y negro, que se identifican con toda naturalidad como gallegos en el vídeo antes citado, bien pudieran ser una muestra de la nueva y mucho más moderna España que viene. Incluso los del macizo de la raza deberán acostumbrarse a un país de colorines. La ciudadanía no tiene color.

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