Opinión

El fracaso del populismo

Juan Milián acaba de publicar ¡Liberaos! El fracaso de la política de la indignación y el retorno de la responsabilidad (Ed. Deusto, 2023), un libro clave para entender la situación actual de la política española. “El fracaso de la indignación es un hecho —asegura—, pero el retorno de la responsabilidad es, por el momento, sólo un deseo”. Entre estos dos polos —que van del populismo al sentido de Estado— media el abismo que hay entre la política fracasada y las políticas exitosas o entre la quiebra moral de un país y su fortalecimiento. Es también la distancia que separa el espíritu de la concordia nacional, presente en la Transición, de la desestructuración que se ha pretendido imponer durante estos últimos años, como paso previo a la consolidación de un nuevo sustrato cultural caracterizado por el rechazo a cualquier manifestación de pluralidad real desde la ciudadanía y, quizás —peor aún—, por el énfasis en la infantilización de estos mismos ciudadanos, a los que tanto se dice defender.

Esto ha sucedido en nuestro país, señala Milián, mientras que “de la mano de un partido que formó parte del pacto constitucional, el populismo y el nacionalismo, las políticas del resentimiento y de la identidad penetraron en el gobierno del Estado, para debilitar al propio Estado y desmantelar culturalmente la Transición democrática”. El análisis no podía ser más justo y demuestra hasta qué punto la retórica de la indignación —alentada por los medios y la clase política— sólo ha servido para debilitar la noción de ciudadanía común y acelerar la pérdida de un sentido de la responsabilidad deudora del propio deber. Cuando el culpable siempre es el otro —al que, paso a paso, hemos elevado a la categoría de enemigo—, poco espacio queda para aquello que permite que un país sea realmente más justo: la voluntad personal de perfeccionarse.

Dentro de las mutaciones características de nuestra época, se encuentran de un modo especial las referidas a las corrientes identitarias, tendentes a sustituir la compleja ambigüedad de la condición humana por un único principio rector, que reduce la riqueza del pluralismo a la estrechez de la unidireccionalidad. Citando a Friedrich Hayek, Benjamin Barber o Maurizio Viroli, Milián nos recuerda lo que ya sentenció a principios del siglo XX el novelista Joseph Roth, y que sin duda formaba parte del clima cultural de entonces: el patriotismo no es nacionalismo y, a la inversa, el nacionalismo no es patriótico. “El lenguaje del patriotismo —observa Maurizio Viroli en Per amore della patria— ha sido utilizado a través de los siglos para fortalecer o innovar el amor hacia las instituciones políticas y la forma de la vida que defiende la libertad común de la gente, es decir, el amor a la república; el lenguaje del nacionalismo se fraguó a finales del siglo XVIII en Europa para defender o reforzar la unidad y la homogeneidad cultural, lingüística y étnica de un pueblo. Mientras que los enemigos del patriotismo republicano son la tiranía, el despotismo y la corrupción, los enemigos del nacionalismo son la contaminación cultural, la heterogeneidad, la impureza racial…”. No es de extrañar que el retorno de las identidades excluyentes haya derivado en los populismos de la indignación y en las políticas de la irresponsabilidad. La democracia, por supuesto, es otra cosa y su éxito depende sólo de nosotros.

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