En todas las encuestas que se realizan a los agentes económicos para interrogarles sobre los principales problemas que encuentran a la hora de desarrollar su actividad y mejorar su negocio, invariablemente encontramos en los primeros puestos del ranking la palabra burocracia. La respuesta se repite año tras año sin que, a la vista de los resultados, se haya producido una mejora sustancial en la situación. El papeleo farragoso, la tramitación procelosa, las esperas interminables y las demoras injustificadas, en resumen, el lío administrativo, se erigen con frecuencia en un campo de minas a sortear cuando no un muro infranqueable, que llega a producir desánimo, desesperación, incluso la renuncia.
El Vuelva usted mañana que escribió con pluma acerada y agrio humor Mariano José de Larra en 1833 mantiene hoy, 190 años después, su plena vigencia en al ámbito de la relación de los ciudadanos con las administraciones. El laberinto puede ser tan complicado y enmarañado, que la sensación general se traduce en un “con la Administración hemos topado”.
Pese a que nuestros gobernantes prometen una y otra vez que acabarán con esa burocracia ante la que nos sentimos inermes y recuerdan las bondades —en muchos casos todavía por descubrir— de la administración digital, la realidad es que en general todo en el aparato burocrático —que tiende a complicar lo que puede ser sencillo y a estropear lo que funcionaba— suele ir lento. Demasiado lento.
Como LA OPINIÓN publicó el pasado martes, la última —de momento— víctima de ese desesperante proceso burocratizador serán las prácticas formativas que realizan los alumnos en las empresas o en instituciones públicas, como las universidades. En Galicia, estamos hablando de 36.000 afectados, entre alumnos universitarios y de Formación Profesional.
En un loable afán —pero ya se sabe que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones— por mejorar las condiciones en las que se realizan las prácticas y poner coto a abusos e irregularidades —que puede haberlos, pero no son la nota común—, el Gobierno ha puesto en marcha un nuevo modelo de cotización de dichas prácticas que amenaza con restringir su oferta de forma notable. Su aplicación entraría en vigor el 1 de enero.
Tanto el tejido empresarial gallego —conformado básicamente por pymes— como las propias universidades ya han alzado la voz de alarma sobre los efectos perversos del nuevo sistema. “Se avecina un gran problema”, resumía de forma gráfica la vicerrectora de Estudiantes de la Universidade da Coruña. “Corremos el riesgo de asustar a las empresas”, alertaba otro responsable educativo, en este caso de Formación Profesional.
Los dos principales escollos son el papeleo a que obliga el nuevo modelo y que en el caso de las pymes, con una estructura muy limitada, difícilmente podrán realizar y que, según vaticina la Xunta, “tendrá un efecto disuasorio” a la hora de colaborar en la formación de los futuros graduados. Además, el plazo tan corto para cubrir ese papeleo agrava las dificultades.
Y el segundo problema apunta a las cotizaciones, que desde enero deberán asumir los centros de acogida de los alumnos. En este sentido, la reclamación unánime de empresas e instituciones públicas, como las universidades y la Xunta, para que sea el Gobierno el que se haga cargo de la totalidad de las cotizaciones ha caído, al menos hasta ahora, en saco roto.
Por si fuera poco, en lugar de optar por un mecanismo ágil y sencillo de altas y bajas, la propuesta ministerial incide en un proceso harto complejo que conduce al desánimo.
Para complicar más el absurdo, es el departamento de Inclusión el que ha asumido todo el proceso, en lugar del Ministerio de Educación. Un sinsentido si se tiene en cuenta que las prácticas constituyen una actividad exclusivamente académica de naturaleza formativa.
Las pequeñas empresas gallegas ya cuentan con unas plantillas tremendamente ajustadas como para exponerlas a un sobreesfuerzo económico y de recursos humanos. Así que, en lugar de alentarlas y apoyar su participación altruista, se les complica la vida. Conclusión: la amenaza del fracaso se cierne sobre las prácticas curriculares.
Y la polémica estalla cuando precisamente hoy más que nunca se les está exigiendo a nuestros alumnos que salgan de su burbuja académica y busquen un aterrizaje suave en la vida real, en el mundo laboral, de forma que puedan completar la adquisición de competencias profesionales de la titulación que están estudiando. La FP dual constituye, en este sentido, un ejemplo de éxito.
Su atractivo es cada vez mayor y, pese a que todavía tiene un largo recorrido de mejora, la experiencia indica que ese es uno de los caminos a seguir porque busca acortar la todavía gran distancia entre las aulas y el mundo del trabajo.
Nadie discute que los estudiantes deben realizar las prácticas en las mejores condiciones posibles; ni que se hace imprescindible cortar de raíz cualquier caso de exceso o abuso por parte de los ofertantes. Y todo el celo que pongan las administraciones por atajar los posibles casos irregulares, bienvenido sea. Pero el Gobierno haría bien en recapacitar sobre el modelo que ha puesto en marcha.
Porque cuando un cambio suscita tal grado de unanimidad en contra; cuando son tantas las voces que auguran un efecto bumerán; cuando apenas nadie que esté en la vida real y no confortablemente retrepado en el sillón de un despacho público, inmune a lo que pasa en la calle, defiende esta modificación; cuando el riesgo que se corre es tan evidente... Cuando ocurre todo esto, lo más sensato es corregir el rumbo de una norma que persiguiendo un supuesto bien puede ocasionar tanto destrozo.
En caso contrario, tendremos que seguir escuchando la matraca de nuestros políticos con sus promesas de simplificar procesos, reducir papeleos y eliminar burocracias para ser más eficaces y productivos, cuando en la práctica hacen precisamente lo contrario.