Opinión | Crónicas galantes

¡Que vienen los lusos!

Legiones de viajeros portugueses ávidos de ver la luz de led invadieron el otro día Vigo hasta el punto de colapsar sus accesos, sus estacionamientos, sus calles y sus casas de comidas. En justa e igualmente pacífica represalia, los vigueses —y gallegos en general— formaron cola de varios kilómetros ante la frontera de Valença pocas fechas después. La batalla quedó en tablas, como de costumbre.

Se trataba de aprovechar los puentes, que en este caso eran festivos, si bien los puentes de verdad se han multiplicado sobre el Miño durante los últimos años.

No es, en rigor, una novedad; por más que el flujo de viajeros haya sido de mayor cuantía este año. Ayudó, naturalmente, el parque temático navideño con el que el alcalde de Vigo atrae multitudes a su ciudad, ahora que el Celta está en hora bajas. Y la coincidencia de un feriado en viernes por la parte que toca a Portugal. Celebraban la independencia, por cierto.

Este de invadirse es un hábito que caracteriza a gallegos y miñotos desde que la entrada de España y Portugal en la UE abolió las fronteras. Antes eran del todo imposibles las mareas de gente ahora habituales de un lado a otro y del otro a este.

La necesidad de usar pasaporte y detenerse en las aduanas frenaba cualquier acercamiento masivo en tiempos que ya casi nadie recuerda. Tampoco ayudaba gran cosa el hecho de que a menudo los pasos fronterizos echasen el candado a la medianoche, como oficinas que eran.

Cuando el trigo empezó a crecer en las fronteras, como quería el poeta Carlos Oroza, se desataron las invasiones cívicas. Nació una eurorregión de Portugalicia o Portugaliza por la que se mueven fluidamente entre las dos bandas del Miño las toallas, las empresas, el bacalao en hojas y/o los pasajeros que toman el avión en Oporto. Hasta hubo intercambio de pacientes y médicos, en tiempos no muy lejanos.

Todo esto resulta de lo más lógico. Basta echar un somero vistazo al mapa de la Península para comprobar que Galicia y Portugal ocupan geográficamente la franja occidental de Iberia, más allá de las rayas que la política ha pintado.

A nadie debiera extrañar, por tanto, que ciertas nostalgias de familia separada lleven a gallegos y portugueses a invadirse mutuamente cada semana y en ocasiones especiales, como la del 25 de abril o la de estas fechas de Navidad.

No hay en ello espíritu alguno de conquista, desde luego; sino de mero interés basado en la atracción que el lacón con grelos, el arroz de marisco, la langosta de A Guarda y el bacallau ao forno ejercen entre los dos pueblos enzarzados en singular contienda gastronómica.

Ni siquiera sorprende que el Gobierno portugués haya dado preferencia al tren de alta velocidad en dirección a Galicia sobre el que podría unir las capitales de los dos Estados ibéricos. Lo primero es lo primero.

Unidos por la lengua que siglos atrás fue común y, mayormente, por los negocios, los galaicos y los portugueses han constituido sin advertirlo una peculiar república transfronteriza para beneficio de las dos partes. De ahí que nadie diese el otro día la voz de alarma al grito “¡Que vienen los lusos!” cuando una feliz marea de amigos colapsó las capacidades de acogida de Vigo. Siempre se recibe bien a la familia.

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