Opinión | La espiral de la libreta
Un reflejo diminuto en una copa de vino
La pintora flamenca Clara Peeters, maestra de la naturaleza muerta, contemporánea de Velázquez y Caravaggio, inventó el “autorretrato escondido” quizá por rebeldía. Ser mujer y artista en el siglo XVII representaba un binomio casi imposible, nadar a contracorriente, a menos que se hubiese nacido en alta cuna, como parece su caso, o que el padre fuese pintor y la enseñase en el taller. La artista se consagró al bodegón, especialidad de Amberes y género representativo de una burguesía en alza. Entre faisanes, quesos, almendras, pescados de río boquiabiertos, aceitunas y sal preciosa, Peeters solía camuflar su autorretrato, diminuto, apenas perceptible, en el brillo especular de una copa de vino, en el reflejo de una jarra de peltre, no solo como alarde virtuosista, sino también como un grito de autoafirmación: hola, mundo, estoy aquí y no quiero que el tiempo me sepulte.
Hace siete años, el Museo del Prado le consagró una exposición, la primera dedicada a una mujer pintora, y ahora el Thyssen–Bornemisza incluye uno de sus cuadros en la muestra Maestras, que exhibe un centenar de obras de artistas conocidísimas, como Artemisia Gentileschi y Frida Kahlo, o bien borradas por la historia y relegadas a los sótanos de los museos, como Marie Petiet, autora de Las lavanderas (1882). Comisariada por Rocío de la Villa, catedrática de Estética y Teoría del Arte, la exhibición se articula en torno a ocho ejes temáticos poniendo la lupa sobre esa otra mitad de la historia del arte. Llenazo absoluto de la muestra en un Madrid atestado y húmedo, cubierto de nieblas.
Dibujo anatómico
Peeters no se dedicó al bodegón por capricho. Desde el Renacimiento hasta finales del siglo XIX, las mujeres tenían vetado el acceso a las academias, donde se remachaba el aprendizaje del dibujo anatómico a partir de modelos vivos, hombres que posaban en cueros. Esa cortapisa técnica, que limitaba su producción al género paisajístico, el bodegón o el retrato, equivaldría a que a un estudiante de Medicina le prohibieran diseccionar un cadáver o examinar un cuerpo desnudo, razonó la historiadora del arte Linda Nochlin en su ensayo Why Have There Been No Great Women Artists? (1971). La culpa, en efecto, no la tienen las estrellas ni las hormonas ni nuestros ciclos menstruales, sino la educación. La mirada.
En otro ensayo reciente, Las desheredadas (Lumen), Ángeles Caso rastrilla en la genealogía cultural femenina y subraya cómo la burguesía ilustrada y liberal, mucho más que el antiguo régimen, intentó ahogar a las mujeres con su mito del ángel del hogar. Ya lo decía doña Emilia Pardo Bazán: “¡Qué distinta habría sido mi vida si en mi tarjeta pusiera Emilio en vez de Emilia!”. Por suerte, el tiempo ha roto las gafas de la miopía.
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