Opinión | La espiral de la libreta
El asesinato de Carrero Blanco y la ‘legitimidad’ de ETA
Todos los magnicidios invitan a la especulación conspiranoica. Se lleva la palma el de Kennedy, que todavía da de sí; el de Carrero Blanco, también. Aun así, en los últimos días, las crónicas sobre el 50º aniversario del atentado que acabó con la vida del delfín de Franco, el 20 de diciembre de 1973, desarbolan cualquier atisbo de conjura, sobre todo la presunta implicación de la CIA. Tal posibilidad resulta muy atractiva para las películas: justo la víspera de la voladura —el Dodge Dart oficial se elevó más de 20 metros y saltó por encima del edificio de los jesuitas—, se encontraba en Madrid Henry Kissinger, a quien Nixon había nombrado en agosto secretario de Estado. Pero la idea del complot hace aguas: la inteligencia norteamericana ya venía de hacer de las suyas en Chile, en el golpe contra Allende (septiembre), y no parece plausible que pretendiera desestabilizar a un país amigo.
El historiador Ángel Viñas, quien estudió a fondo los pactos del dictador con Washington, habló en su día de informes que ya en 1948 subrayaban la viva disposición del Pentágono hacia España, interés que se materializó en los acuerdos de 1953, de los que el almirante Carrero Blanco fue el gran muñidor: ayuda económica y militar a cambio de instalar tres bases aéreas y una naval (Morón, Torrejón de Ardoz, Zaragoza y Rota).
Leyendo las crónicas, digo, más bien queda la sensación de que el asunto cuadró porque cuadró, un poco a bulto. Hasta entonces, ETA no había perpetrado ningún asesinato fuera del País Vasco, y nadie podía siquiera imaginar un atentado de semejante envergadura en la capital. Era tal el sentimiento de impunidad de la dictadura que las señas de Carrero Blanco figuraban en los listines telefónicos de las cabinas.
eslabón de la continuidad
La tremebunda explosión tampoco supuso el inicio de la Transición. Fue una alegoría, el símbolo del final de una época; más eso que nervio y sustancia. Reaccionario puro, mano derecha de Franco desde las campañas del Rif, el almirante Carrero Blanco quedó prácticamente despojado de la condición de víctima del terrorismo por su profunda vinculación con el régimen. El eslabón de la continuidad.
El azar ha querido que la efeméride del magnicidio coincida con el estreno en Netflix del documental de Jordi Évole No me llame Ternera, donde el exetarra Josu Urrutikoetxea reconoce su participación en los hechos (el robo previo de tres toneladas de explosivos en el polvorín de Hernani). El atentado contra Carrero Blanco confirió entonces a ETA una legitimidad social “extraordinaria”, en palabras del historiador Antonio Rivera. Después, vinieron la espiral de sangre y plomo y la gelidez de seres como Josu Ternera, incapaces de la mínima empatía. Por cierto, pese al ruido, la entrevista de Évole no blanquea.
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