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Opinión | Solo será un minuto

¿Quién dijo miedos?

No, lo malo del vértigo no es el miedo a caer. Miedos tenemos muchos cada día y cada noche y se aprende (quizás) a convivir con ellos. A aceptarlos como algo natural e inevitable, casi necesario para que demos importancia a las cosas que lo merecen y dejemos pasar sin prestar atención (o poca) a las que carecen de ella. Y esos miedos, a fuerza de conocerlos, tratarlos y combatirlos deberían ayudar a afrontar el fugaz tránsito por este mundo con cierta tranquilidad si se es capaz de conseguir que sean un impulso —si se quiere temerario— y no un lastre o unas cadenas.

Lo malo del vértigo no es, pues, que vaya acompañado de miedo (o precedido) sino que se alimente de un deseo (podemos llamarlo también tentación) de dejarse arrastrar por la atracción de la caída, por la seducción del fracaso. Contra ese vértigo no caben soluciones encontradas en algún librito de autoayuda o en consejos de quienes creen saberlo todo sobre el caos de la vida. Y es así porque las raíces de los miedos pueden proceder de lugares de los que ni siquiera sabemos su nombre. Lugares que tal vez estén en lo más profundo de nuestra memoria (tan profundo que incluso lo hemos olvidado) o en zonas erróneas intransitables por exceso de lodos o escombros. Miedos que pueden permanecer dormidos durante mucho tiempo y que, de golpe y porrazo, irrumpen en las zonas de confort sin aviso, sin señales que permitan activar algún tipo de precaución. Alimentan un vértigo silencioso que puede arruinar carreras, estropear convivencias y aniquilar esperanzas porque la caída es más tentadora y cómoda que resistirse a ella.

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