Opinión

Historia de una blasfemia

El pasado 14 de octubre, Donald Trump celebró un mitin en la localidad de Oaks, Pensilvania (EEUU), estado natal de Joe Biden y uno de los territorios fundamentales a la hora de inclinar la balanza en la disputa por la presidencia estadounidense. Durante el acto, descrito por la NPR, la radio pública estadounidense, como un «bizarro evento musical», el candidato republicano permaneció largo rato delante de su audiencia, en silencio, mientras sonaban diferentes canciones, entre ellas la versión de Rufus Wainwright del Hallelujah de Leonard Cohen.

A las pocas horas, el cantante y compositor, que ha apoyado a Kamala Harris, divulgó un comunicado en su cuenta de Instagram en el que decía lo siguiente: «Hallelujah se ha convertido en un himno dedicado a la paz, al amor y a la aceptación de la verdad. Durante años, me he sentido sumamente honrado de estar conectado con esa oda a la tolerancia. Ser testigo de cómo Trump y sus partidarios comulgaban con esa música anoche fue el colmo de la blasfemia».

Ya en 2020, semanas antes de que Biden y Trump se enfrentaran en las elecciones, Wainwright declaró que no volvería a interpretar ese tema de Cohen hasta que el entonces presidente no perdiera. Tras los resultados, en los que el partido demócrata recuperó la presidencia, colgó un vídeo en sus redes cantándola, en su casa, en batín, si la memoria no me falla. Su sonrisa de felicidad, compartida por todos los que respiramos al conocer la victoria de Biden, era solo comparable a la que debió de esbozar cuando, en 2011, cogió por primera vez en brazos a su hija Viva, que además es nieta de Leonard Cohen, ya que la madre biológica es Lorca, hija del canadiense.

Esa alegría de vivir, como la canción de Ray Heredia, fue lo que llevó al cantautor, poeta, novelista, a componer, a principios de la década de los ochenta, Hallelujah, canción que consideraba «bastante alegre» y respondía a «un deseo de afirmar mi fe en la vida, no de una manera estrictamente religiosa, sino con entusiasmo, con emoción», según dijo la primera vez que la grabó.

Desde entonces, tres versiones han pasado a la historia cultural, la de John Cale (1991), dentro de un disco de homenaje a Leonard Cohen en el que participaron Nick Cave, los Pixies o R.E.M.; la de Jeff Buckley (1994), quizás la más preciosa, y la de Wainwright, concebida para la banda sonora de la película Shrek (2011) y la única que ha sido empleada en la campaña de Trump. De ahí que el cantante lo considere una «blasfemia», «palabra o expresión injuriosas contra alguien o algo sagrado», en su primera acepción en el diccionario.

Son frágiles, las palabras, igual que su contenido, las realidades que describen. Con el tiempo, su significado, por desuso, puede olvidarse, y su mal uso, conduce a su perversión. Lo vemos a diario, en la prensa, en las declaraciones de cargos públicos que recurren al cáncer como sinónimo de todo lo que es nocivo para la sociedad, para el sistema que ellos auspician, que usan un lenguaje bélico para referirse a esa misma enfermedad, culpabilizando, sin pretenderlo, a las víctimas, que al morir pierden batallas inexistentes. También en la apropiación política de términos como libertad, hueco ya, vacío de significado, y de himnos como Hallelujah, cuya esencia es necesario defender de las garras de los fanáticos, preservarlas para respetar la memoria de Leonard Cohen. Lo dijo él mismo: «Cuando uno mira al mundo, sólo hay una cosa que decir, y es aleluya».

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