Opinión | Crónicas galantes

Cuando el poder se mete en tu cama

Un alto representante de la Nueva Política ha caído víctima de algo tan viejo como el uso del poder, que siempre es macho, para beneficiarse a las señoras. Supuestamente, claro está; porque a Iñigo Errejón hay que concederle, como a cualquier vecino, la presunción de inocencia que su partido negó tantas veces a otros.

Errejón era hasta hace nada portavoz parlamentario de Sumar, organización que aporta una vicepresidenta y cuatro ministros al Gobierno de España. La razón de que eso ocurra es puramente aritmética. A Pedro Sánchez no le gustaban gran cosa esas compañías, pero el módico desempeño del PSOE en las urnas le tentó a gobernar primero con Podemos y ahora con la secuela que dirige Yolanda Díaz.

Como quiera que fuese, el poder dio a los socios de Sánchez el acceso al Boletín Oficial del Estado donde se publican las leyes. ¿Qué podría salir mal?

Algunas de las que emanaron de la parte minoritaria del Gobierno acabarían por resultar inevitablemente polémicas, como la que se conoce por ley del «solo sí es sí». La primera denunciante del caso se lo reprochó precisamente a Errejón cuando este intentaba tomar su cuerpo al asalto. «Solo sí es sí, Iñigo: parece mentira que me esté pasando esto contigo», dice en su denuncia. Ay, la ingenuidad.

Tarde hemos —o han— descubierto que los ayatolas no son una anomalía exclusiva de Irán. También en el Occidente liberal y socialdemócrata aterrizaron políticos de otro tiempo dispuestos a gobernar los asuntos privados de la gente e incluso a meterse en sus costumbres de cama.

Hasta entonces se daba por supuesto que los gobernantes han de conformarse con legislar sobre la vivienda, el transporte y otros asuntos públicos; excluyendo, lógicamente, los del pubis o púbicos. No hay que confundir.

La máxima se aplicó en España durante el llamado «régimen del 78» que detestan por igual la extrema izquierda y su gemela la extrema derecha. Los gobernantes se limitaban entonces a gobernar —bien o mal— sobre las cuestiones generales que atañen al gentío, sin inmiscuirse en su vida privada. A diferencia de los clérigos, no pretendían imponerle su moral ni su burka a nadie.

Esa aburrida costumbre cambió con la llegada de la Nueva Política, que es como el repórter Tribulete y en todas partes se mete. No solo venían a acabar con el corrupto bipartidismo, sino a reglamentarle al ciudadano sus gustos en materia de opinión, de preferencias sexuales y hasta del correcto uso de la vivienda, propia o alquilada.

Una tal tendencia a entrometerse en las cuestiones particulares de la ciudadanía evoca, inevitablemente, los históricos hábitos de la religión, siempre dispuesta a vigilar el pensamiento, palabra y obra de sus feligreses. Y de los que no lo son, claro.

Si a la Iglesia le cayó encima la contradicción entre lo que sus curas predicaban y lo que algunos de ellos hacían, otro tanto parece haberle sucedido ahora a Íñigo Errejón, azote de abusadores sexuales. Por aislado que sea su caso, es difícil separarlo de su condición de predicador de virtudes. Y el efecto bumerán sobre la credibilidad de una parte de la izquierda resulta tan demoledor y acaso injusto como el que sufre la institución eclesiástica. Gajes del oficio de inquisidor.

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