Opinión | Artículos de broma

Noviembre y difuntos

Llega noviembre con su hora cambiada desde que Franco prefirió el eje ideológico al huso horario y abre su agenda con el repaso anual de nuestros muertos, que nos recuerdan el pasado y nos advierten del futuro.

(Hasta la próxima, aprensivo lector del fondo).

El recuerdo institucional procede del católico y grave cultivo de flores en el camposanto y el olvido comercial del humor negro infantil de golosinas y esqueletos del pagano Halloween o Samaín.

Con los años se amplía la parte del cementerio en la memoria por aquello que Rafael Azcona expresó con humorística perplejidad al observar que «se está muriendo gente que antes no se moría». Eso, incontestable, nos interroga sobre nosotros y valen todas las respuestas. Da para pensar un rato la del título de Maruja Torres, Cuanta más gente se muere, más ganas de vivir tengo, publicado a sus 80 años.

Encuentro a unos amigos que huyen a toda costa de este rigor otoñal de luz cambiada y ritos fúnebres. No escapan de sus muertos —porque no hay piernas que corran tan rápido— sino de los recuerdos macabros de esta fecha cuando el rito era nacional e ineludible e invadía todos sus sentidos infantiles con el tacto frío de difuntos, el sonido lúgubre de rezos y suspiros, el olor a flores que agonizan, el color del luto y del alivio y el sabor agridulce del mazapán o del buñuelo después del cementerio.

Fuera de las tumbas y de las caravanas necropolitanas, del detergente y de los crisantemos en días señalados, los difuntos del cementerio de la memoria se aparecen en los brindis por la vida, cruzan delante del paisaje en horas crepusculares, se les encuentra en las fotos y vídeos de las fiestas, su recuerdo atropella al cruzar un paso de cebra o dan las buenas noches cuando se va a dormir. Están en cualquier momento en cualquier parte más allá de una fecha y de un lugar fijo, a las afueras, en lo alto, bajo tierra, a todas horas, donde no queda nada.

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