Opinión

El turismo, las costuras de un nuevo mundo

Los secretos se agrietan en sus zonas banales, por aquellas hendiduras por las se han filtrado los momentos firmes, convulsos, y restan como evocaciones dignas de perdurar en una biografía, con son desusos e inconsistencias, más en lo fundamental por su valor rememorativo.

Cuando uno viaja por su propio país, por un lugar amado, se transporta por un paisaje conocido, por una ciudad asumida como propia, en realidad uno se recorre a sí mismo, se reencuentra con su interior, con su genética, con su “tribialidad” en sentido de tribu, con sus adherencias. Son sentimientos que se espejan. Cuando lo hace por territorios bárbaros, ajenos, esos que semejan tartamudear al oído novedades asombrosas, uno se deleita con lo pequeño y con lo majestuoso, lo hace con el entusiasmo de un infante ante un juguete. El entusiasmo es el mismo.

Uno va, en consecuencia, con y en su yo, y conlleva consigo a un personaje que resulta beneficiado; uno traslada sus verdades, pero también sus imposturas, se impresiona y subjetiviza, emerge en sus propias emociones momentáneas, se sugestiona en sus prejuicios, se reinventa para ser el mismo pero mejor, se visibiliza en el transcurso de las cosas naturales o inmateriales, y se culturiza. El viajero vislumbra, otea e intuye, se inspira y crea la idea de su percepción, pero realmente está de paso —si no, perdería su condición y no conocería la realidad en la que solo ha sobrenadado un instante, unas horas o unos días antes del retorno—.

Uno quisiera saber jugar con el paisaje, conocer sus secretos de pasar, ese como un nada indiscreto, la evidencia importante de lo en apariencia intrascendente: un árbol, un río, una pequeña capilla o un recodo, el agua fresca de una fuente con su rumor incorporado, la conversación demorada con un paisano, la explicación culta de un guía, la amabilidad de un recepcionista, la degustación de un manjar en una taberna o en un gran restaurante, la lectura reflexiva en un bosque encantado con sus trinares y el lejano sonido de unas campanas, un paseo entre vides tras la sobremesa demorada.

El viajero encuentra en los vericuetos el encanto mismo de la palabra, vericueto define un lugar áspero, pero en sí es una expresión sinuosa, silbante, casi un meandro semántico, un camino transversal, propicio a los vaivenes deleitables. En cada retorno del mismo esfuerzo un quisiera saber cómo describir con meticulosidad lo disfrutado, incluido el trayecto de la caída de una manzana, el itinerario lento de una hoja amarillo-amarronada, impulsada hacia la hierba por una leve brisa otoñal, la brisa refrescante, un baño de olas o un horizonte de ocaso.

Un viaje comienza con un pensamiento, en uno mismo, se inicia con un primer paso... y ya no terminará nunca. La memoria permanecerá huellada.

El turismo representó las primeras invasiones pacíficas de la Historia. Hoy, es una industria de paz, de cultura, de felicidad... Y como tal hemos de saber cuidarla, corregirla en sus excesos si los hubiere, pero sobre todo hemos de saber valorar cuanto de bueno nos aporta como goce, preservación patrimonial, puesta en valor cultural, recuperación de lo tradicional, protección medio ambiental, convivencia y tributo al bienestar común a través de la riqueza y el empleo que genera. Es sí, un sector de esperanza para un mundo mejor. Quizá esto sea lo que molesta a algunos, a esos muy pocos y muy ruidosos, que solo critican a gritos donde se necesita un silencio reflexivo para seguir un camino mejor de convivencia y creación de bienestar común.

Esas minorías quieren romper el cántaro donde se guardan los huevos de oro, quizás en vez de rasgarse las vestiduras deberían pensar si el nuevo mundo no debe reforzar las costuras de la industria más moderna y capaz.

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