Opinión | Décima avenida
‘Influencers’ de fango
Informar sobre una tragedia, explicar la desgracia, no es sencillo. La primera vez que tuve que hacerlo fue en un campo de refugiados afganos en la frontera entre Pakistán y Afganistán, poco después de los atentados del 11-S en EEUU y en plena ofensiva estadounidense contra el régimen de los talibanes. No olvido los olores de aquel lugar, la expresión de los rostros de los niños, las muletas de los mutilados, la pobreza, el desamparo. Con el tiempo, informé de situaciones mucho peores en lugares mucho más horribles, por tragedias causadas casi siempre por conflictos bélicos y atentados terroristas. Como en el campo de refugiados de Yenín, en Cisjordania, en 2002, otra de mis primeras experiencias. Nunca he visto tantos zapatos desparejados. No es fácil, como decía, observar la desgracia a través de la mirilla de la cámara, transitar por la fina línea que se mueve entre la empatía y la pornografía sentimental, entre informar y violentar a las víctimas, entre explicar las causas del dolor y chapotear en la sangre, entre mancharse las botas de barro para llegar a los que no tienen voz y mancharse los pantalones de fango como estrategia de atrezo.
En regiones en conflicto o en las zonas cero de catástrofes naturales siempre ha habido paracaidistas: gente aprovechada que utiliza la desgracia para presumir de solidaria, de arrojo o de espíritu aventurero. En mis años de corresponsal en una zona caliente como Oriente Próximo, coincidí con todo tipo de personajes fuera de lugar, casi siempre bienintencionados, aunque también abundaban los que buscaban lo que hoy llamamos postureo: figurar y labrarse una reputación e, incluso, garantizarse unos ingresos. A veces, eran famosos que aportaban su celebridad a una buena causa o a una organización con nobles fines; otras, eran profesionales de cualquier ramo que sintieron la llamada del periodismo (de conflicto, por supuesto, que ser corresponsal de información local y de servicios no viste tanto) y aterrizaron donde silbaban las balas, caían las bombas y, sobre todo, moría la gente. O perdían sus casas. O sus vidas quedaban marcadas para siempre por la tragedia.
Entonces aún no sabíamos que, con los años, existiría una figura comunicativa conocida como influencer. A algunos ya los hemos visto en los conflictos bélicos de los últimos años, en Ucrania, en Israel, en Gaza, bajo el amparo del ejército israelí. Y aparecen también en las catástrofes naturales. Ha sucedido en Valencia, la zona cero de la DANA, una de las peores tragedias de la historia de España. Temerosos de perder sus clics y likes, asustados porque su capacidad de engagement se iba a resentir ante la evidencia de que abrir cajas de ropa enviadas por las marcas o dar lecciones de videojuegos quedaba fuera de foco con más de doscientos muertos, abundan los influencers, aspirantes a ellos y famosos que han viajado a echar una mano a las víctimas de la DANA. Y ya que están allí, se han fotografiado, se han filmado y lo han publicado. Esa es la forma de diferenciarlos de quienes han ido genuinamente a arrimar el hombro: el contenido que han creado en sus cuentas los delata.
El problema es que demasiado a menudo ese contenido es fango tóxico para nuestra conversación pública. Porque difunden bulos, ridiculizan las labores de rescate, pisotean la palabra «solidaridad» y trivializan la tragedia al convertirla en el escenario en el que ellos, vestidos con ropa de camuflaje y, por supuesto, siempre manchados de barro, relucen como los protagonistas únicos de su vida en streaming. ¿Qué da más likes y atrae a más seguidores, quedarte en casa con tus cosas o ir a Paiporta, grabarte ante una montaña de coches y explicar que alguien te ha dicho que un aparcamiento está repleto de cadáveres y que por qué el Gobierno reduce la cifra de muertos?
Los medios tradicionales no están libres de la lacra del sensacionalismo y las fake news. Pero actúan bajo un principio, el de la responsabilidad social, que los influencers posturistas ni practican ni conocen. De la inenarrable tragedia de Valencia hemos extraído ya algunas lecciones: que los efectos del cambio climático ya están aquí, que la ciudadanía debe ser exigente con la gestión de las administraciones, que existe una profunda corriente subterránea antipolítica. Ojalá también aprendamos a discernir entre quien informa con rigor y quien aparece en los móviles manchado por el fango de su propia futilidad.
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