Opinión
La inteligencia artificial no sabe nadar
Día sí, día no voy a nadar. Largo va largo viene, no hay músculo de mi cuerpo que no se movilice. Cuando llega el frío da pereza. ¿Quién quiere quitarse el abrigo para saltar al agua? Es antinatural. Pero después… ay después. Qué bienestar. El estado meditativo de la repetición de los largos, el agua sosteniéndonos, presionando desde el empeine a la nuca en un suave masaje continuado. ¿Hace cuánto que nadie nos acuna así? Después en la ducha las endorfinas se despliegan. El subidón de bienestar perdura unas cuantas horas. La vida se ve de otro color, llena de posibilidades, menos áspera. Puñetera mente. Eres más química de lo que te gusta reconocer. Entre largo y largo se me ocurre: seguro que existe un medicamento que me podría inundar de este mismo goce físico y mental sin tener que mojarme y esforzarme. Pero… ¿sería lo mismo? Y, sobre todo, ¿querría alcanzar el bienestar de esa manera? No, me respondo tajante, a fin de cuentas, soy cuerpo. Un cuerpo real, tangible, contable.
Algo parecido me ocurre con la IA generativa. La uso ocasionalmente, pero ¿querría usarla siempre y para todo?, ¿para redactar este artículo? Tal vez hasta quedaría mejor sin tanto meandro de pensamiento, que hasta que no llego al final no sé qué pretendo contar. Pero ¿quiero? No. Me sentiría incómoda, un fraude. ¿Por qué? Si dicen que no es más que una herramienta, que la que mando soy yo. Porque sería un trámite pobre, porque no me alimentaría ni el espíritu ni la anatomía, que es para lo que de verdad escribo.
Las narradoras y narradores nos dedicamos a escribir estrictamente por ese placer, el de hacer contacto con una parte habitualmente inaccesible de nosotros mismos y compartirla con esa otra parte inaccesible de los demás, los lectores o espectadores. Pierdo más que gano si me privo de ello, por mucho que un sistema con toda la información de la biblioteca de Alejandría y el dominio de la gramática de un Cervantes me ayude a hacerlo más rápido, incluso mejor. Porque mi cerebro, como mis brazos y mis piernas al nadar, también es cuerpo. El ejercicio de imaginar y elaborar experiencias para relatarlas a otros tiene capacidad de movilización física, segrega sustancias que me hacen sentir bien. Pero no solo.
Mi identidad, mi autoconcepto, mi lugar y mi relación con el mundo dependen de este oficio. Soy afortunada, no todos pueden decir lo mismo, mi trabajo es significativo para mí. Reúne los tres requisitos que Katie Bailey, investigadora del King’s College de Londres, retiene imprescindibles para que nos sintamos satisfechos y conectados con un empleo: contribuyo a algo que me importa; recibo un retorno positivo de aquellos con quien interactúo; me hace sentir eficaz, capacitada. Eso me dota de algo necesario para el ser humano: dignidad. Escribir para ustedes con mis manos y mi cabeza me reconcilia con un sentido propio de valía y con una percepción externa de apreciación, de pertenencia, es decir, con la sensación de que no soy sustituible. Por eso estas palabras deben nacer de algo genuino, de lo vivido, sea acertado o me equivoque, sin mediaciones ni copias.
No reniego de la IA, sería absurdo. ¿Cómo prescindir de una profesora particular paciente y comprensiva que me guía por materias en las que no soy docta, que analiza y organiza documentación? Ese es otro peligro, su retórica amable, cautivadora. Qué bien imita a un interlocutor humano, qué fácil es confundirse, qué tentador pensar que un algoritmo, un conjunto ordenado y finito de operaciones matemáticas, es un ser espiritual, quizá sin cuerpo, pero de alguna forma humano.
Los límites son necesarios, jurídicos, éticos, morales. Y personales. Como notarios de lo invisible, los narradores tenemos una responsabilidad: no perder nuestras virtudes humanas. La IA no sabe nadar, no tiene cuerpo y esa es su enorme ventaja. Infatigable (siempre y cuando haya electricidad) abarata costes, acorta procesos, reduce los riesgos, promete taquillazos y bestsellers. Hay que prepararse para lo que pueda venir. En el peor de los casos, si las empresas que manejan la cultura decidieran prescindir de nosotros y sustituirnos por relatos generados por IA, los narradores (como hicieron los pintores en el XIX con el advenimiento de la fotografía y el cine) encontraríamos una nueva forma de contar historias y reivindicar aquello que defendía el pedagogo y escritor Gianni Rodari: todos los usos de la fantasía para todos, no para que todos sean artistas, sino para que ninguno sea esclavo.
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