Opinión

Maldad

Me gustan las palabras, mucho, jugar con ellas, indagar en su significado, voltearlas, buscarles sentido para tratar de dárselo a esta vida que, a veces, demasiadas, parece no tenerlo, perderlo. Es una afición semántica que tiene que ver con mi oficio, claro, esa doble identidad que, como un trasunto de Clark Kent y Superman, desempeño en el periodismo y en la literatura. Pero también está relacionada, esa afinidad mía hacia los vocablos, con el orden, interno y externo, que mi cabeza, el intrincado mecanismo que rige mi mente, necesita para no perder pie, asirse a una realidad que se antoja cada vez más inhabitable, e incomprensible. Tirando del hilo del lenguaje, madeja de infinitas posibilidades, hace unos días descubrí dos palabras, bien bonitas, cuya existencia desconocía, lo mismo que su acepción: alexitimia y conticinio. La primera, a la que llegué gracias a un libro de Lola López Mondéjar, Sin relato, Premio Anagrama de Ensayo, es la «incapacidad para reconocer las propias emociones y expresarlas, especialmente de manera verbal». La segunda, que encontré en Literland, un espacio virtual de divulgación literaria, describe la «hora de la noche en que todo está en silencio». Dice Joan Didion, en The White Album, que «nos contamos historias a nosotros mismos para poder vivir». Lo hacemos, sobre todo, en los momentos difíciles de nuestra vida, los más críticos. Pero la protagonista de esta historia no soy yo, sino la persona que duerme a mi lado. En los últimos días, he intentado imaginar, para ella, un horizonte distinto, en el que la justicia no fuera poética, sino justa, donde las palabras sirvieran para algo más que para aliviar, acabaran con la incertidumbre del presente interrumpido, detenido, fueran respuestas concretas a esa pregunta, qué va a pasar en adelante, que solo es lícito plantearse si una quiere, nunca bajo coacción, extorsión o amenaza.

Alexitimia

Sufre, quien duerme a mi lado, alexitimia, le cuesta expresar sus emociones, reconocerse en sus sentimientos, identificarlos, le pasa siempre, pero ahora mucho más. Y yo, personaje secundario de esta historia, asisto a lo que la está sucediendo con la impotencia de no poder evitar su sufrimiento ni decirle, porque sé que no debo, qué y cómo se siente, explicárselo, que lo vea y se reconozca en el espejo de su propio dolor. Entiendo las eventualidades de una vida en la que casi todo es accidente, donde la muerte y la enfermedad están previstas, hemos de contar con ellas, desde que nacemos. Lo acepto, cómo no lo voy a hacer, he pasado por ello, he sobrevivido, a todo eso. Pero lo que no comprendo es el dolor por causas ajenas a esas contingencias, el sufrimiento infligido por otra persona que solo busca eso, únicamente quiere dañarte. La maldad, no la asimilo, su naturaleza, no alcanzo a discernir a qué motivación responde el comportamiento de alguien, un ser humano, que, en lugar de dormir o leer o escribir o ver una serie o una película, dedica el conticinio a maquinar cómo herir, cómo destrozar a alguien que le molesta, que le estorba, que no le cae bien, que no le gusta, por las sinrazones que sean. A falta de un punto final, aún, para esta historia, recurro, de nuevo, a las palabras, en este caso de Albert Camus: «Me di cuenta, a pesar de todo, que en medio del invierno había dentro de mí un verano invencible. Y eso me hace feliz. Porque no importa lo duro que el mundo empuje en mi contra, dentro de mí hay algo mejor empujando de vuelta». Y añado: lo peor que se puede ser en esta vida es mala persona.

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